Entre la lealtad y la verdad

Un maestro albañil me ha dado una gran lección que emana de la vida cotidiana. No charlábamos acerca de cuestiones políticas o electorales –la agenda periodística del país está secuestrada por ese tema y así se mantendrá hasta elegir nuevo Presidente–, simplemente mirábamos el muro que arregla en casa.

“Creo que la pared podría salir más barata ¿Usted cómo la ve, don Benito?” Y, luego de reflexionar un poco, la respuesta en voz baja fue “depende”. “¿De qué?”, reviré de inmediato. “Depende de lo que le haya dicho el arquitecto, porque yo no puedo decirle algo diferente si él me dio el trabajo”.

Don Benito optó por ser leal con su jefe de muchos años, y automáticamente la verdad pasó a segundo término. No siempre están en contradicción ambas nociones, pero llegado el caso, me quedó claro que lealtad mató verdad por una cuestión pragmática elemental que obedece a la interrogante: ¿A quién le debes lo que tienes?

La elección que hacen los actores políticos entre ser leales o verdaderos suele guiarse por una noción desvirtuada de la lealtad, malentendida como compromiso para encubrir, inclusive para alcanzar impunidad a costa de prebendas. Nadie en su sano juicio hará algo que afecte su propio bienestar; pero ante un dilema, todos tenemos el deber de actuar con la verdad antes que ser leales.

Políticos “leales” son los que tienen hundido al país, porque su apuesta va en función de ser siempre fieles, siempre disciplinados, aunque el partido mienta, aunque la gente sufra o hasta se muera de hambre por su indolencia. Cuando hay alternancia en el gobierno y sale podredumbre uno se pregunta, ¿qué habría pasado si el predecesor fuera de su partido? Hagamos memoria en el caso concreto de Yucatán y Mérida, ¿dónde quedaron tantos señalamientos y descalificaciones? Acusar sin probar es delito; saber de las acusaciones y no hacer nada es, además, infamia.

En todos y cada uno de los casos en que se ha comprobado que exgobernadores fueron corruptos y ladrones, hubo alternancia. Sólo así pudo más la verdad que la lealtad a unos colores. Y el meollo del asunto es que la clase política no reconoce a quienes les debe en última instancia su triunfo y mandato: a los millones de electores. A ellos se debería responder con lealtad y verdad, sin oposición entre los términos.

Tristemente –sin reflexionar en tiempos y procesos-, en política asumimos que un individuo que aspira fervientemente a un encargo, lo merece cabalmente. Y más aún, damos por hecho que quererlo y merecerlo podría estar por encima de lo que el voto popular decida. Mi pregunta ahora 30 de noviembre es, ¿y los procesos internos? ¿Y el resto de la gente? ¿Y las mujeres?

Tan nefastos como los políticos “leales” que no actúan con verdad, son los individuos arrogantes porque su compromiso, tarde o temprano, será consigo mismos. Qué tal la frase, con falsa modestia, “Soy el culpable de que haya política económica sana en el país”. ¿Es en serio? ¿Fue su culpa?

 

Por Carmen Garay

Maestra de periodismo, con una visión clara y congruente de la actualidad y de los problemas que aquejan a nuestra sociedad.

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