Me agradan las personas que revisan sus teléfonos mientras caminan. Me dejan sentirme ajeno, alguien distante que puede disfrutar mejor las cálidas mañanas. A mí me gusta caminar, aunque todavía no consigo que me paguen por los kilómetros que recorro con mis gafas de sol y sombrero de piel de castor. A las diez de la mañana me tomo un descanso en un parque. Admirar las palomas es un hábito de la infancia. A veces quisiera ser una de esas aves y volar muy alto para olvidar que tengo pies y obligaciones. Cruzo la calle y entro a un café por un lungo. Los baristas me saludan y sin preguntar me sirven la bebida. Saben que me siento en la barra y me pongo a perder el tiempo. Y observar. No soy un morboso—aclaro—, me gusta ver a las personas, analizar sus rutinas y movimientos.
Hasta las once el guion de un lunes es normal, igual de tedioso y simple que cualquier lunes. La mayoría de los clientes son jóvenes que vienen con sus computadoras portátiles a trabajar, estudiar o revisar las redes sociales. Otros vienen a conversar, tomarse fotos para Instagram o son como el señor del espejo—ósea yo—que sólo está sentado viendo hasta el vapor que le sale a una taza de café servida en el otro extremo de su ubicación. No me es extraño que las personas fijen su atención a las pantallas.
Puede ser que la vida cobra más relevancia en internet. Me duele la espalda, pero me aguanto y sigo sentado en la barra y hasta pido un croissant. A las once y media pasó algo. No sé qué es, pero lo noto en las miradas ajenas. Como que hay tensión. Lo primero de lo que me percato es que ya no se escucha Crossfire de Brandon Flowers en el lugar. Veo que un barista revisa el iPad donde se reproduce la música. Quizás su cuenta de Spotify dejó de ser Premium. Un chico de lentes gruesos teclea con fuerza varias veces, con angustia y desesperación. La música no vuelve. Pensaba sacar de mi mochila un libro de cuentos de Ricardo Piglia pero el ambiente ya es bastante anormal como para leer. Lo que sí hago es pagar la cuenta y dirigirme al baño. En el camino confirmo que algo pasó. Los ojos ya no mantienen su vínculo con las pantallas de los dispositivos electrónicos, sino que se buscan entre sí. Qué raro, ¿no? Vuelvo a caminar y sigo sintiendo que algo pasó, pero no me imagino qué puede ser. Me incomodan las personas que caminan muy rápido. Más cuando me imitan y me ven a los ojos como ahora. No me gusta sentirme observado cuando camino. ¿Por qué lo hacen? ¿Por qué no ven sus teléfonos como suelen hacer? Me duele la cabeza, me siento ofuscado y perseguido. Ya no estoy a salvo en la calle. Recibo demasiada atención de los transeúntes. He dejado de ser invisible y tengo miedo de que en cualquier momento alguien se acerque y me diga: Hola, ¿cómo estás? ¡Qué casualidad!