Mario Barghomz
mbarghomz2012@hotmail.com
Cuando las cosas no andan bien, la misma vida nos incomoda y nos asusta. Estar en el fondo de una crisis es como estar en medio de una mala noche o en el centro mismo de un mal sueño del que no podemos despertar.
La obscuridad de nuestra mente, cuando no miramos bien o lo que percibimos no es correcto o siempre resulta equivocado, sólo nos permite imaginar o suponer (como argumenta Platón en el “mito de la caverna”), pero nunca dar con la verdad.
Cuando todo sale mal nuestra cabeza no suele andar bien. Los procesos cognitivos se ralentizan y nuestra concentración nunca alcanza la frecuencia “Beta” o “Gama” que nos permitirían conectar adecuadamente con lo que deseamos hacer, y hacerlo bien. La vida pesa, la ansiedad y la angustia se hacen presentes, el miedo aparece y la depresión amenaza con instalarse en nuestro cerebro como fantasma que sabemos que existe y que luego, tarde o temprano, tendremos que enfrentar. De ocurrir; la depresión no sólo acabará con nuestro ánimo, sino con todo aquello bueno de nuestra vida que no sabemos o no hemos sabido de manera más sabia, oportuna y asertiva, cómo atender y resolver.
Y así como caer en una desgracia no ocurrió de la noche a la mañana (salvo en casos muy excepcionales, por supuesto), tampoco ocurrirá de pronto, cambiar una mala situación. A veces un golpe de suerte como decían los antiguos, no será suficiente. Que ocurra un milagro será más inverosímil, salvo para aquellos, quizá, de conciencia más espiritual. Y mucho menos ocurrirá que todas las estrellas y planetas de nuestra galaxia se alineen, como suponen los especialistas de la salvación esotérica. Romeo (el personaje de Shakespeare) retó a las estrellas cuando le avisaron que su Julieta había muerto. “Les reto estrellas…” -dice el texto-.
Pero cómo retar lo que no entendemos, de lo que quizá poco o nada sabemos. Cuando las cosas no andan bien, nuestro sistema nervioso, el central y el periférico; se ponen en guardia y en situación de “lucha o huida”. El sistema nervioso “simpático” es el que responderá primero ante una situación de riesgo, de ansiedad o estrés, dispondrá de cortisol y adrenalina desde la amígdala cerebral y las glándulas suprarrenales para enfrentar la situación.
Es natural que una persona estresada actúe bajo presión (grite, llore, se desespere), sin pensar ni actuar adecuadamente. Por ello que cuanto más se defienda y luche bajo estrés, las cosas no sólo no salgan bien, sino empeoren. El término “estrés” se acuñó en la época industrial para definir la situación de aquellas máquinas que de pronto simplemente paraban. No estaban descompuestas o demasiado viejas para seguir funcionando, simplemente se habían estresado.
El riesgo que corre nuestro sistema, tanto el inmune como el endocrino cuando las cosas no andan bien con nuestra vida; es que colapse. Debemos aprender a interpretar cada síntoma de nuestro cuerpo, atendiendo su estado de salud o enfermedad. Cuando una enfermedad se vuelve recurrente o crónica, o de nuestra propia situación emocional se derivan enfermedades mortales; las primeras causas aparentes siempre pueden parecer físicas. Sin embargo; en muchas ocasiones las principales razones son emocionales (tristeza, soledad, ira, melancolía…).
El propio cuerpo y cerebro saben cómo comunicarse, sobrevivir y relacionarse. La principal función de nuestro cerebro (lo he dicho en algún otro artículo) es mantenernos vivos. A través de la “alostasis” y ante situaciones de riesgo; el cuerpo por sí mismo puede recuperar su estabilidad fisiológica, realizando cambios de comportamiento que le permitan recuperar su equilibrio.
Tanto la “interocepción” como la “propiocepción” también juegan un papel determinante. Estos son dos sentidos que a juicio del neurocientífico Antonio Damasio, responden ante el ambiente y el entorno dónde (y cómo) se viva, y la comunicación misma que mantiene nuestro propio sistema orgánico.
Toda vida puede ir mal a veces. Pero si a veces es siempre o casi siempre; debemos atender el problema. De lo contrario ¡colapsará!