Autonomía o capricho

Carlos Hornelas
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En un sistema democrático y republicano, los poderes que conforman el Estado, el ejecutivo, el legislativo y el jurisdiccional, se dividen funciones, responsabilidades, competencias y prerrogativas a fin de que ninguno acapare todo el poder o lo ejerza de modo absoluto.

Esta división de poderes supone la imposibilidad de que, por ejemplo, dos de ellos se coaliguen en contra de un tercero y se concentre todo el poder de decisión en una sola figura, camarilla o institución. Se trata de que cada uno sirva de vigilante de los otros dos y contenga sus excesos. En un sistema de pesos y contrapesos se garantiza el equilibrio del poder, su concentración y su margen de operación.

En la incipiente experiencia democrática, México sigue siendo un país en el cual los liderazgos personales parecen tener más peso específico que la consolidación de las instituciones que hacen posible la gobernanza del país. Así ha sido desde la supuesta transición del poder monolítico y corporativo del priísmo hacia la “gran promesa” del populismo de Vicente Fox.

En ese sentido cabe observar la fundación de organismos autónomos instituidos a partir de la iniciativa de la sociedad civil para servir de órganos garantes de diversos derechos fundamentales que el Estado simplemente no estaba en condiciones de ofrecer o que soslayaba silenciosamente.

Por ejemplo, en el caso del otrora Instituto Federal Electoral, su establecimiento ocurrió como respuesta a la insostenible circunstancia de que quien organizaba las elecciones y contaba los votos era una dependencia subordinada a la Secretaría de Gobernación, quien reportaba en línea directa al presidente, de una manera tan eficaz que se le “caía el sistema” en la hora crucial de publicación de los resultados.

La idea es que un organismo que no tiene que reportar o subordinarse a un poder puede operar de modo más independiente y sin presiones políticas para estar más en contacto con las demandas de los ciudadanos porque finalmente con el pago de sus impuestos se financia a todo el Estado, eficiente o no. Es gracias a los ciudadanos que existe el Estado y no a la inversa.

Contra los excesos de la fuerza pública tras el dos de octubre, el halconazo o la guerra sucia, se fraguó la institución de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, para poder hacer visible la privación, negación o anulación de derechos a los ciudadanos por parte del mismo aparato estatal en cualesquiera de sus poderes.

Así mismo ocurrió con la instauración del otrora Instituto Nacional de Transparencia y Acceso a la Información Pública, el cual nació como parte del reclamo ciudadano por garantizar el derecho a la información en manos del Estado, así como la forma de obligarle a través de mecanismos vinculantes por ley, a rendir cuentas sobre el gasto y la correcta operación de los fondos públicos.

Cada uno de estos ejemplos sirve para contextualizar las causas de su fundación y el papel que juegan dentro de la política interior del país: responden a un reclamo ciudadano y como reacción a las extralimitaciones del poder en diferentes vertientes. Son parte de circunstancias históricas y representan conquistas republicanas.

Es cierto que ninguno de estos organismos ha funcionado como se esperaba debido a diversos vicios y fallos inherentes del sistema. En el INE la repartición de cuotas de representatividad, por ejemplo, o la falta de “dientes” de las resoluciones de la CNDH que terminan siendo llamadas a misa. O la probidad de funcionarios de cada una de estas instituciones. Pero en todo caso es mejor reformarlas y mejorarlas que borrarlas de un plumazo. Aniquilar estas instancias es negar no solo los derechos que buscan garantizar sino hacer oídos sordos a quienes los reclamamos. Un gobernante no puede decidir discrecionalmente a qué tenemos derecho si está consagrado en la Constitución.