Pensar y sentir

Mario Barghomz
mbarghomz2012@hotmail.com

Hasta hace muy poco, antes de que la nueva neurociencia empezara a investigar al respecto, cerebro y corazón se mantenían a distancia. Desde Platón, que le dio a la mente el lugar del alma, llamándola “lo inteligible”; ésta se mantuvo como cede de “lo racional” hasta la nueva filosofía de Aristóteles, que vio en la razón una manera de pensar fría y calculada. Pero le atribuyó al corazón las cualidades que antes sólo le pertenecían a la mente, las de percibir y sentir. Pasión, deseo y sensación ahora eran su cede.

Fue entonces en el corazón donde se definían los sentimientos; el amor, el deseo, el odio, el miedo, la melancolía o la tristeza que cuando sucedían, salían o se albergaban precisamente ahí, en el fondo del corazón…en la cede del alma.

Pero hasta hoy, el misterio y los mitos sobre los atributos de este órgano rector cardiovascular, siguen vigentes en el ánimo y el pensamiento popular. Sin embargo; fue durante el período romano y la muerte de Aristóteles en el año 322 a.C., que surgieron otras filosofías que, si no olvidaron tanto el pensamiento de Platón como el de Aristóteles, tampoco se ocuparon de sus filosofías. Hablamos del epicureísmo, el cinismo y el estoicismo.

Fue con san Agustín en el siglo IV ya de nuestra Era, que el pensamiento filosófico volvió a centrarse en las ideas de Platón, llamándole neoplatonismo. Y sólo 900 años después, en el siglo XIII, el pensamiento de Aristóteles volvió a emerger con la Escolástica de santo Tomás de Aquino.

Pero sin duda fue el “dualismo” de René Descartes (padre de la filosofía moderna), quien le asignó al corazón otra vez una postura inferior, sólo de órgano mecánico (si a ello podemos llamarle inferior), y parte de la máquina corporal, en relación a la virtud suprema de la mente. Descartes colocó nuevamente el alma en el interior de nuestro cerebro, concretamente en la glándula pineal, encargada de disponer y retroalimentar nuestro sistema cardiocirculatorio con lo que él llamó “espíritus animales” que no eran sino las moléculas y átomos que viajaban por nuestra sangre. 

Hoy, la Neurociencia se ha encargado de observar la mutua relación que existe entre el cerebro y nuestro corazón, independientemente de que es en nuestro cerebro donde ocurre lo que Aristóteles le atribuye al corazón. Es la relación y la dinámica, y no la separación, lo que determina que sentimiento y razón ocurran no derivados de un órgano u otro, sino de su mutua función.

Tanto el corazón como el cerebro intervienen en un proceso de interocepción o de propiocepción a la hora de generar un pensamiento o una emoción. Por ello hay que decir que lo que le pasa al cerebro, le pasará invariablemente al corazón. Un corazón lastimado (por lo que sea) siempre repercutirá en una mente desproporcionada, también herida o confundida.

Los pensamientos obligan sin duda a tener sentimientos, y los sentimientos a pensar y actuar sobre ellos. Sentir y pensar para la nueva ciencia de la mente ya no están alejados uno de otro en su proceso de gestión, sino juntos en lo que la Neurociencia puede derivar también de la alóstasis que, a su vez, resulta de la proporción homeostática de nuestro organismo.

La máxima de René Descartes ya no sería entonces “Pienso, luego existo”, sino “Pienso, siento, luego existo.

También Marco Aurelio habría dicho alguna vez: “La vida de un hombre es lo que sus pensamientos hacen de ella”. Agregaríamos también: “La vida de un hombre es lo que sus pensamientos y sentimientos hacen de ella”.

He aquí esta gran conjunción entre cerebro y corazón.