SOFÍA MORÁN
Esta semana, el sistema de transporte Va y Ven nos ha dejado una imagen reveladora: unidades detenidas, protestas estudiantiles y una pregunta colectiva flotando en el ambiente lluvioso de Mérida. Más allá de los titulares, lo que estamos presenciando es la compleja realidad de un derecho humano fundamental como la movilidad que está chocando con realidades estructurales que merecen mirada crítica, no solo señalamiento fácil.
El transporte público siempre ha sido ese termómetro silencioso que mide la salud de una sociedad. En Yucatán, donde la Ley de Movilidad y Seguridad Vial promete igualdad y accesibilidad, el reciente paro de la ruta Circuito Metropolitano desencadenado por el atraso en el pago a los conductores, nos recordó cuán frágil puede ser ese equilibrio. Mientras la ATY explicaba que se trató de un bloqueo bancario y no de negligencia, las imágenes de unidades antiguas y taxis intentando cubrir rutas esenciales no eran sólo una solución de emergencia, eran el síntoma de un sistema que carga con desafíos acumulados desde su concepción.
Quienes usamos el Va y Ven diariamente, especialmente quienes dependen de él para llegar a sus escuelas y trabajos, sabemos que este no es un problema de un solo factor. Es la suma de capas: infraestructura subutilizada por falta de capacitación, rutas que no conectan con las realidades de los usuarios, decisiones que parecen desconocer la vida cotidiana de quienes pagan el pasaje, y ahora, la preocupación legítima de quienes conducen sobre la puntualidad de sus ingresos.
Lo más aleccionador ha sido ver cómo las juventudes, lejos de conformarse con la queja, organizaron una protesta pacífica y están construyendo propuestas. No se trata solo de exigir trasbordos o tarjetas estudiantiles, sino de cuestionar la lógica misma del sistema: ¿está sirviendo realmente al derecho a la movilidad o estamos priorizando números sobre personas? Cuando jóvenes investigan, documentan fallas y se organizan, están ejerciendo ese pensamiento crítico que tantas veces pedimos desde la teoría pero que rara vez vemos en práctica.
El derecho a moverse con dignidad por nuestra ciudad no es un privilegio: es la base que permite acceder a educación, salud y trabajo. La transformación hacia un transporte híbrido más sostenible era una promesa loable, pero la sostenibilidad no es solo ambiental, es también social y económica. Un transporte verdaderamente sostenible no puede operar si su modelo económico lo hace inviable en el largo plazo.
Invito a mirar más allá de la situación actual. Las juventudes ya nos están mostrando el camino: no se trata de derribar, sino de construir; no de señalar, sino de comprender para transformar. Tal vez en este momento incómodo esté la semilla de un diálogo necesario, uno donde planificadores, operarios, usuarios y gobierno encuentren ese punto medio donde la movilidad deje de ser un problema y se convierta en ese derecho tangible que merecemos todos los yucatecos.




