Aceptar o rechazar

Mario Barghomz

mbarghomz2012@hotmail.com

En la vida aceptar o rechazar (decir sí o no) es tan normal como poder caminar o hablar. ¿Pero por qué a veces aceptamos y otras simplemente rechazamos? Y se puede tratar de lo que sea; ir de paseo o quedarse en casa, aceptar formar parte de una discusión o callarse la boca sin decir nada.

En esencia se trata de nuestra misma energía la que nos permite decidir si hacemos o no algo, si amamos o no a alguien, si hemos considerado pasarla bien o definitivamente sentirnos mal. De esta manera, sufrir o sentirnos a gusto tiene que ver con nuestro centro de energía, con lo que cada una de las células de nuestro cuerpo nos proporcionan para tener la voluntad suficiente de hacer o no algo.

La pena, el miedo y el dolor devienen de una energía no positiva para el cuerpo, generada por nuestro mismo organismo conectado invariablemente con nuestro sistema nervioso a través de procesos bioquímicos que determinarán nuestro estado de ánimo. Lo mismo sucederá con una enfermedad, física o emocional; determinadas también por el tipo o rango de energía producida por nuestras células donde se procesan las proteínas que atenderán la prioridad o mantendrán nuestra homeostasis, es decir, el equilibrio o armonía físico-emocional de nuestro sistema.

Todos nuestros rangos de energía son electromagnéticos, dispuestos a aceptar o rechazar cualquier eventualidad. Todos somos organismos que actuamos en función de redes electromagnéticas que oscilan entre la electricidad y el magnetismo. Y es gracias a ello que podemos mantenernos vivos y en movimiento, lo que nos permite hacer una cosa o la otra, pensar o sentir de un modo o de otro, aceptar o rechazar, odiar o amar, reír o llorar, dormir o estar despiertos.

Tanto nuestro cerebro como nuestro corazón dependen de la energía electromagnética de nuestras células (de ahí los electrocardiogramas o electroencefalogramas de diagnóstico médico). Tanto nuestros pensamientos como nuestros latidos oscilan entre la frecuencia de un campo y otro. Somos esa energía, sin duda, de la que hablaba Heráclito.

Cada célula de nuestro cuerpo es un núcleo de energía (energía vital, espíritu) donde están también contenidos nuestros cromosomas y nuestro ADN diploide arraigado en las bases A, T, G y C; letras que combinadas definen nuestro hidrógeno y proteínas de vida. Y es a través de ellos (ADN y cromosomas) quienes determinarán el tipo o nivel de energía necesaria para continuar con nuestro mantenimiento o enfrentar una situación crítica o inesperada.

Y quienes alimentan esas células somos nosotros mismos a partir de nuestros propios actos o decisiones, el tipo de alimento que consumimos, el ejercicio que le damos a nuestro cuerpo, el descanso saludable y el ambiente donde nos desenvolvemos. Sin embargo, es un mundo que no vemos porque no es observable a simple vista, sino molecular y microscópico. Un mundo aún incomprensible para una cultura afecta al mundo evidente desde lo concreto y visible, pero ignorante y ajena de la ciencia cuántica, lo que ya no se mide por centímetro o milímetros, sino por cuantos y micras (una milésima de milímetro). Una célula típica (eucariota) mide entre 10 y 30 micras, es decir, entre 10 y 30 milésimas de milímetro. Un mundo imposible de mirar sin la nueva tecnología bioquímica.

Pero es ahí desde donde se dispone nuestra vida y energía, lo que somos y lo que hacemos, cómo nos sentimos, desde donde emerge nuestra fuerza o debilidad para aceptar o rechazar con consciencia o sin ella; nuestro bienestar, nuestro amor por la vida, nuestra felicidad, la desgracia o la enfermedad.