Columbine, a veinte años

Por Carlos Hornelas

La violencia globalizada en el país aumenta paulatinamente a niveles nunca antes registrados. Si antes se decía que se circunscribía a guerras intestinas de grupos criminales por el control de las “plazas”, se trasladó poco a poco a las calles donde transitamos todos los días y más aún, ha traspasado los muros del CCH Oriente, en el cual, la alumna de 6° semestre, Aideé Mendoza, fue ultimada por el disparo de un arma, con forma de bolígrafo que tendría la capacidad de fuego de un solo tiro de calibre 22.

   Los tiroteos en los centros escolares son más comunes en Estados Unidos, en donde también van al alza. No obstante, a diferencia de nuestra patria, para el vecino del norte, la Constitución le permite a los ciudadanos contar con armas para su legítima defensa y es más fácil adquirirlas y portarlas. En algunos casos se ha llegado al extremo de poner arcos detectores de metales a la entrada de las escuelas a fin de evitar su introducción al interior del plantel. Este tipo de tragedia se ha normalizado lamentablemente. A la hora que escribo estas palabras, en Charlotte, Estados Unidos acaba de ocurrir un tiroteo y todavía desconocemos los resultados finales.

   La muerte de un estudiante es una verdadera tragedia porque la extinción de su vida representa para muchas familias el quebranto de la esperanza de movilidad social en la siguiente generación, la pérdida de una mente educada y sensible a las problemáticas actuales, el truncamiento de una juventud promisoria y el inevitable duelo impotente de sus padres. Para sus compañeros, la insuperable ausencia de un amigo, un cómplice, un colega que se hace imborrable. Para sus maestros la frustración del arrebato de una conciencia y una voz articulada en el debate social.

   La internalización de la violencia ocurre en todo el mundo. Es preocupante que las muestras más procaces del terrorismo escojan, en últimas fechas, los espacios intramuros. Así ha sucedido con la vida de los fieles que en actos de culto e insospechadamente se han encontrado con su destino fatal, trátese de San Diego, al interior de una sinagoga, en Christchurch en Nueva Zelanda o en Sri Lanka, al interior de una mezquita.

   Espacios que debieran ser santuarios de tranquilidad, reflexión y paz, como la escuela y el templo, han sido también vulnerados en esta última frontera, se han desacralizado y transgredido. Se ha llevado la violencia a la morada de la paz. En algunas escuelas primarias de Chihuahua, por ejemplo, se realizan cotidianamente simulacros de balaceras para que los niños sepan cómo actuar cuando se presenten. Es una verdadera normalización de la violencia.

   El pasado 20 de abril se cumplieron 20 años del tiroteo de Columbine en Estados Unidos, en el cual perdieron la vida 12 adolescentes y un maestro. Este célebre hecho abrió el debate sobre la portación de armas, la posibilidad del Estado para poder prever la seguridad de los estudiantes, la creación de protocolos de actuación de maestros, autoridades educativas, fuerzas del orden.

   En su momento, Columbine representó el epítome de la violencia en las escuelas, el capítulo amargo y doloroso y por supuesto, el lamentable hecho sobresaliente y emblemático que señaló un hito. Veinte años después aquello que en su momento era motivo de estupefacción ha quedado rebasado por mucho. Se ha quedado corto. Una vez que el hecho perdió impulso en la agenda mediática, la inercia de la indignación inicial se detuvo y la población americana simplemente se resignó a su suerte: nada ha podido evitar que se multipliquen sus réplicas.

   Estamos a tiempo de aprender de la historia. No queremos un Columbine. No necesitamos que nos quiten más estudiantes. Como maestro y como padre de familia, me sumo al dolor de los deudos de Aideé. Ojalá que podamos capitalizar la experiencia de otros y reaccionar a tiempo.

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