Epicuro habla de la felicidad refiriéndose a la ausencia de dolor en el cuerpo y en el alma. “Aponía” (ausencia de dolor físico), y “ataraxia” (ausencia de dolor del alma) eran la guía para llevar una vida sana e ideal, libre de angustia, ansiedad o afección corporal. Ni siquiera el temor a la muerte debe perturbarnos -decía Epicuro- porque mientras se viva ésta no está, y cuando ésta llegue, nosotros ya no estaremos.
Desde entonces y no sólo en medio del entorno filosófico, sino médico y social, el hombre se ha ocupado por generaciones, de evitar el dolor a toda costa. Desde el dolor que tiene que ver con la aflicción y la tristeza (melancolía, dice Descartes), hasta el dolor más común causado por una herida o una enfermedad física.
El dolor es natural en el ser humano, necesario, pero también evitable. Con el tiempo y desde Hipócrates, la ciencia médica se ha ocupado de ver cómo intervenir a un enfermo sin que lo padezca, evitándole el dolor. Hoy la mayoría de las cirugías no podrían hacerse sin anestesia, y las enfermedades crónicas o mortales no podrían soportarse sin los paliativos analgésicos.
A través del tiempo y nuestra historia humana, una de nuestras principales tareas ha sido contra el dolor, el que éste sea, espiritual o físico. Evitar una guerra para no confrontar la muerte. Evitar la imprudencia o la falta de conciencia para no sufrir una tragedia. Porque toda tragedia, toda muerte y todo drama ¡duelen! Y el dolor más allá de cualquier filosofía como la de Han y sus referencias, hay que evitarlo, no invitarlo ni quererlo. Ninguna buena catarsis, como Han argumenta, se agradece desde el dolor. Al contrario, en lo humano cuando nada duele, se agradece.
Invitar el dolor a nuestra persona se oye algo absurdo desde cualquier punto de defensa o argumento, aún del ángulo de la filosofía que asocia el dolor a la necesidad de sentir como parte vital de nuestra naturaleza humana. No hay dolor que valga cuando se trata de mantenernos en paz por invitación de la serenidad, la salud y el bienestar. Aunque ocasionalmente, y como diría Nietzsche, el dolor nos fortalezca, pero no para invitarlo a que se quede.
Así que no concuerdo con el maestro Byung Chul Han (aunque lo admire sobremanera) en su apología del dolor. Quizá a él le sobren argumentos y citas para defender el dolor desde su libro “La sociedad paliativa”; Herder, 2022, 1ª. edición digital). Pero a mí me sobran para evitarlo. El dolor sólo es propio y necesario en aquello que nos hace saber que algo no anda bien con nuestro cuerpo o no está bien con nuestra alma. Admitir el dolor es como alimentar la falta de entendimiento y conocimiento de un bienestar buscado y necesario, propio y sano.
A Nietzsche el dolor no lo libró de la muerte, no lo fortaleció realmente; lo enloqueció y lo llevó al manicomio donde murió más tarde. Van Gogh tampoco nunca le agradeció al dolor su locura, murió pocos días después de querer quitarse la vida metiendo una bala en su cabeza. El dolor le dio a Van Gogh un propósito, pero también, y en todo sentido, le quitó la oportunidad del gozo algofóbico.
Nos queda claro que cuando el dolor se hace presente lo repudiamos, no lo queremos ni lo deseamos. Y sobre ello hay un sentimiento común y compartido. Aunque admito que lo toleramos y lo soportamos, sin que sea bienvenido, en circunstancias realmente extraordinarias y apremiantes. Y cuando aparece, siempre es como advertencia. Pero no creo que en lo profundo de nuestro ser humano (ni aún sobre la periferia) deseemos que el dolor nos acompañe. Al contrario, y como ya decía Epicuro: no lo queremos. ¡Queremos que desaparezca!
MARIO BARGHOMZ
mbarghomz2012@hotmail.com
Escritor (ensayista y crítico de arte), Filósofo Humanista y Master en Psicoterapia.




