Derecho hídrico en camino

Salvador Castell-González 

El día de hoy quiero charlar con ustedes de un tema que por mucho tiempo me ha ocupado y preocupado. La Ley de Aguas Nacionales que nos ha regido por más de tres décadas es, en esencia, un manual para repartir concesiones, no un plan para la gestión sustentable del agua. Es una ley que nació para administrar un recurso bajo una lógica de mercado, pero que falló en proteger su esencia como pilar de la vida y un derecho humano.

Esta falta de articulación eficiente se hizo insostenible en 2012, cuando México dio un paso histórico al elevar a rango constitucional el derecho humano al agua. Sin embargo, esa garantía fundamental nunca permeó en la ley operativa. Mientras la Constitución nos aseguraba un derecho, la ley seguía hablando el lenguaje de los permisos y la explotación.

El debate sobre la nueva Ley General de Aguas busca mejorar la gestión hídrica sostenible en México. 

Propuesta por la presidenta Claudia Sheinbaum al Congreso en el primer año de su mandato, esta ley redefine el marco legal, estableciendo principios y prioridades. La antigua Ley de Aguas Nacionales pasaría a ser una regulación específica, subordinada a la nueva ley, para garantizar sostenibilidad y derechos humanos. Así se atendería una deuda constitucional pendiente desde hace más de una década.

Y es aquí donde la discusión deja de ser un asunto de abogados y se convierte en una cuestión de supervivencia para Yucatán. Para un ecosistema tan único y frágil como nuestro acuífero kárstico, gestionar el agua como si fuera una simple mercancía ha sido una receta para el desastre. La vieja ley, ciega a las particularidades de nuestro subsuelo, permitió una carrera por las concesiones que hoy se traduce en sobreexplotación, amenaza a nuestros cenotes y un riesgo constante de contaminación irreversible por la agroindustria y el crecimiento urbano desmedido.

Por ello, la importancia de esta nueva ley es triple y define el legado que dejaremos. Primero, establece las bases para una verdadera gestión sustentable, obligando a que cualquier uso del agua considere la capacidad de recuperación del acuífero y el equilibrio del ecosistema. Segundo, reconoce explícitamente el derecho de los ecosistemas a tener agua, asegurando un caudal ecológico que es vital para la selva, los humedales y toda la biodiversidad que depende de ellos. Y tercero, y quizás lo más importante, salda la deuda histórica de colocar el derecho humano al agua no solo en la Constitución, sino en el centro de toda la política hídrica, garantizando que el acceso para la vida digna de las personas siempre estará por encima de cualquier interés económico. 

Porque seguir enfocados en solo administrar un recurso es aceptar la fórmula del fracaso que ya estamos viviendo. El verdadero reto, el verdadero legado, es cambiar por completo el paradigma: dejar de corregir daños para empezar a prevenirlos, impulsando de una vez por todas una estrategia real de conservación y regeneración de nuestra agua.