Salvador Castell-González
Lo que comenzó como un simple ejercicio académico orientado al diseño de una “ciudad sustentable” terminó trascendiendo los límites del urbanismo para convertirse en una audaz reingeniería de nuestra civilización. Al trabajar con las juventudes bajo la premisa radical de que “todo es posible”, el resultado fue revelador: no nos entregaron maquetas de edificios verdes, sino la deconstrucción total de nuestro contrato ecosocial.
El diagnóstico fue unánime: el modelo actual, sostenido sobre los pilares del “crecimiento infinito” y el individualismo, es un sistema operativo obsoleto. La conclusión de estos arquitectos del futuro es que la sociedad no necesita más parches de actualización ni reformas tímidas; necesita ser reescrita desde cero. El punto de partida técnico fue radicalmente sencillo: en todas las propuestas, moverse a pie o en bicicleta dejó de ser una opción alternativa para ser la norma, reconociendo que la energía y la movilidad son las hemorragias principales de la crisis ambiental.
Sobre esta base común, emergieron tres visiones fascinantes. Un “Tecno-Colectivismo” que libera suelo para la naturaleza mediante inteligencia artificial y ética comunitaria; un “Comunitarismo Agrario” que apuesta por la soberanía alimentaria frente a la fragilidad global; y un “Ecosocialismo Pragmático” que, mediante dobles monedas y semanas laborales de 30 horas, pone en valor el cuidado y la participación cívica. Sin embargo, lo que verdaderamente une a estas maquetas mentales no es el cemento, sino una declaración de guerra al consumismo como medida de la felicidad. Estos proyectos identifican la “pobreza de tiempo” como la raíz de nuestra infelicidad moderna. Al reducir la jornada laboral, reemplazan el impulso de “comprar para sentir” por la libertad de “crear y vivir”. Lejos de un ludismo ingenuo, abrazan tecnologías como el hidrógeno verde o los trenes de levitación magnética, no como fines, sino como herramientas para acelerar una transición regenerativa.
Es fácil que, desde la vieja guardia, se tilde de autoritarias a estas propuestas que limitan el coche privado. Pero hay un abismo entre el fascismo ambiental y la democracia radical que estos jóvenes proponen, impulsada por la molestia legítima ante 50 años de parálisis climática y promesas rotas. En sus modelos, las reglas no descienden de una élite, sino que emergen de asambleas vecinales vinculantes. Es la comunidad la que, con una madurez sorprendente, decide autolimitarse para garantizar su supervivencia.
Estas ideas nacen del pragmatismo de una generación forjada en la crisis. No es ideología, es supervivencia. La “juventud planetaria” no define una edad, sino una actitud: la voluntad inquebrantable de transformar la sociedad por el bien común, enterrando un modelo caduco para que la vida pueda seguir floreciendo.




