SOFÍA MORÁN
El pasado 29 de noviembre conmemoramos el Día Internacional de las Mujeres Defensoras de Derechos Humanos, una fecha que nació en 2006 tras la primera consulta internacional donde mujeres de más de 70 países compartieron algo fundamental: defender derechos siendo mujer no es lo mismo que hacerlo siendo hombre. Mientras el mundo celebra su labor, la realidad nos muestra que en América Latina ser defensora significa enfrentar amenazas específicas, no solo por lo que defendemos, sino por quiénes somos.
Las defensoras en nuestro región (desde las que buscan a sus familiares desaparecidos hasta las que protegen territorios, desde las que exigen justicia hasta las que defienden derechos laborales) enfrentan un doble riesgo, el inherente a su trabajo y el que proviene de los estereotipos de género que cuestionan su derecho a ocupar espacios públicos. Según la CNDH, entre las agresiones más comunes están las amenazas, el hostigamiento, las campañas de desprestigio y la violencia de género, muchas veces perpetradas por servidores públicos que deberían protegerlas.
Cuando una madre sale a buscar a su hija desaparecida, no solo está ejerciendo su derecho a la verdad; está desafiando un sistema que espera que las mujeres asuman la pérdida en silencio. Cuando una joven protege un río de la contaminación, no solo defiende el agua; está cuestionando las estructuras de poder que tradicionalmente han excluido a las mujeres de las decisiones sobre sus territorios. Como bien señala la reflexión la activista Joss Batista: “Ser defensora en México no es un título, es un riesgo”.
La frase de la fundación She Rise lo resume perfectamente, primero nos dicen “no sueñes con cambiar cosas, eres solo una niña”, luego “no quieras transformar estructuras, eres solo una activista”. Pero a pesar de estos mensajes destinados a limitarnos, las defensoras seguimos aquí, firmes, tejiendo redes de solidaridad y transformando el dolor en acción organizada.
Este día no es solo para reconocer su valentía, sino para exigir condiciones reales de seguridad. Necesitamos políticas públicas con perspectiva de género que reconozcan los riesgos específicos que enfrentan las defensoras, protocolos de protección que consideren sus realidades familiares y comunitarias, y sobre todo, una sociedad que valore su trabajo no como una amenaza, sino como un pilar fundamental para la democracia.
Las defensoras de derechos humanos nos recuerdan que la justicia no es abstracta: tiene el rostro de quien busca a un ser querido, las manos de quien siembra resistencia, la voz de quien exige dignidad. Mientras conmemoramos su día, recordemos que protegerlas no es un favor, es una responsabilidad colectiva.
“El reconocimiento de los derechos de las mujeres no es un favor, es una obligación del Estado” – Berta Cáceres.




