Editorial de Peninsular Punto Medio

La vida política de México se encuentra nuevamente en un punto de transformación. El partido Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), que nació como una expresión de rechazo al sistema tradicional de partidos, avanza hoy hacia su institucionalización formal. Este proceso, que implica la creación de comisiones internas, el establecimiento de mecanismos de evaluación para aspirantes a cargos públicos y nuevas reglas para el control de afiliaciones, no es menor: redefine el papel del partido en el poder frente a sus propias bases y ante la ciudadanía.

Lo que alguna vez fue un movimiento ciudadano, con fuertes tintes de lucha popular, ahora se convierte en una maquinaria que busca estructura, control y permanencia. Se trata, en apariencia, de un intento por ordenar la casa, evitar los excesos del pragmatismo político y profesionalizar la función pública desde su origen partidista. Morena no sólo se prepara para las elecciones federales de 2027, sino que también parece anticipar las tensiones propias de cualquier fuerza política que pasa de la protesta al ejercicio del poder.

En este contexto, resulta necesario preguntarse: ¿qué pierde y qué gana un partido cuando deja de ser movimiento y se convierte en estructura? Por un lado, la institucionalización permite procesos más claros, menos improvisados y potencialmente más democráticos. 

Establecer requisitos mínimos para quienes buscan una candidatura puede contribuir a fortalecer la calidad del servicio público. 

Por otro lado, centralizar la toma de decisiones y filtrar desde arriba quiénes pueden o no competir, también puede implicar riesgos de exclusión, verticalidad y autoritarismo.