El camino de Dios

Mario Barghomz
mbarghomz2012@hotmail.com

Aunque el camino de Dios ya estaba iniciado desde la salida de Abraham de Ur (Génesis 11), acompañado de su sobrino Lot, el extraordinario acontecimiento de Sodoma y Gomorra, y el posterior nacimiento de su hijo Isaac; aparecerá también Moisés con su propia encomienda relatada en el Éxodo (Antiguo Testamento), Josué a quien encargará Moisés lidere las tribus que finalmente entraron a la tierra prometida, Saúl que deberá abdicar para que reine el rey David, favorito también de Dios, y Salomón (su hijo) quien construyó el primer templo para honrar a Jehová; Jesús deberá cumplir también su propia ruta para dejar el testimonio más valioso de la historia de la humanidad.

Todas las mitologías y teologías anteriores a Cristo carecen de esa vitalidad y suficiencia de su doctrina, a un tiempo sencilla y profunda, derivada de un pensamiento (el suyo propio) sin parangón o parecido alguno con testimonios anteriores, y dentro de un entorno hostil que imperaba en esos tiempos (siglo I de nuestra era) del Imperio Romano.

Sin embargo; Jesús no aparece mencionado de manera directa, paralela o indirecta, en la Torá o el resto canónico de los libros sagrados judíos (Tanaj). Pero él por sí mismo y el testimonio de Juan el Bautista, se proclama hijo de Dios y Mesías con una tarea designada por el Padre; la de hacerse hombre y ser sacrificado por los pecados humanos.

Hasta entonces ni sabios, ni profetas, ni elegidos; habían dicho con tanta sabiduría (me refiero a su humildad) ser “el cordero del mundo” y haber venido a morir por los más necesitados, hambrientos y miserables. Un hombre, rey no de este mundo, que no buscaba el poder ni la riqueza como pretendió Judas antes de entregarlo a Caifás para someterlo al juicio del Sanedrín y luego recurrir a Pilatos para sentenciarlo a la crucifixión. Jesús vino al mundo a dejarnos su doctrina del amor y de la vida.

A los 30 años, en pleno siglo I y bajo el sometimiento de los pueblos israelitas ante los estatutos del poder del Imperio Romano; Jesús comenzó el legado de su doctrina eligiendo a doce apóstoles que lo seguirían hasta su muerte y resurrección, no sin sus grandes dudas, como las de Pedro que negó haber ser visto con él en el momento de su aprehensión, o las de Tomás que no creyó en él luego de resucitado, hasta que pudo tocarlo.

La tarea de Jesús en el mundo, podemos sentirla hasta hoy (y no sólo a través de la fe sino de los documentos que se refieren a él en los evangelios), fue una tarea de entrega, de lucha, de voluntad y carácter, y tampoco no exenta del temor que lo hizo titubear y sudar lágrimas de sangre al dirigirse a su Padre en Getsemaní.

Pero sin duda la mayor fortaleza de Jesús fue su sacrificio (humano más no divino), porque eso lo hace real y vulnerable, auténtico y sensible a nuestros sentimientos. Con ello demostró ser igual a nosotros; hermano, hijos todos del mismo Padre. ¡Esa fue y sigue siendo su gloria!

Su camino fue el que él mismo dijo que vino a cumplir para salvarnos. Y ese, por consecuencia, es también nuestro camino (el amor, la sencillez, la humildad, la compasión) donde su luz espiritual es nuestra guía. Y su guía deberá servirnos ante cualquier contingencia y tiniebla que pudiera amenazar nuestra existencia, más todo aquello intrínsecamente sustancial, por lo que él vino a morir.

Jesús, tanto dentro como fuera de nuestra fe; representa un camino de redención, de servicio de toda necesidad humana. La enfermedad y la desgracia quedan contenidas en él. Y de tal manera, también, que la misma muerte no será suficiente para detenernos, porque nuestra alma pertenece a lo espiritual, a lo eterno de Dios.

Juan llega a decir en su evangelio; “Y me verán y luego ya no me verán. Y no me verán, pero me verán… Vine del Padre al mundo y ahora dejaré el mundo y volveré al Padre… Quiero que en mí tengan paz… Aquí en el mundo tendrán muchas pruebas y tristezas, pero anímense porque yo he venido al mundo… Y sé que volveré a verlos” (J. 16:16-33).

Y este es también nuestro camino; el de la ascensión que Jesús nos mostró con su muerte, y al tercer día, con su resurrección.

¡Que Dios bendiga a Dios! -escribió Sabines-.