Mario Barghomz
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El valor de uno no radica en si eres o no eres aquello que se espera de ti, si se dice o no se dice de tu persona lo que oyes o quieres oír. Los demás pueden creer o decir lo que quieran, más lo importante es lo que tú creas, pienses o digas tú mismo de ti.
A Jesús de Nazareth nadie le creía, y muchas cosas malas se decían de él. Romanos y judíos lo despreciaban a tal punto que terminó siendo juzgado y crucificado. Lo mismo pasó con Sócrates en la Atenas de la antigua Grecia. Un día se le acusó de “impiedad” y se le encarceló siendo ejecutado apenas treinta días después.
Pero el valor de uno y otro no radicaba en lo que los demás pensaran o dijeran de ellos, sino en lo que ellos mismos sentían y sabían de sí mismos. En el caso de Jesús, él sabía quién era, porque ni siquiera sus apóstoles estaban seguros de lo que decía o prometía. Dudaban; como Pedro al negarlo tres veces, como Judas que lo entregó a los romanos, o como Tomás que dudaba de su resurrección tal como cuentan los evangelios.
Sócrates también pudo defenderse de aquella acusación que lo llevó a la muerte. Pero siendo quien era decidió no hacerlo a pesar de que sus amigos y discípulos se lo aconsejaron. Dejó que la injusticia prevaleciera por lo que después Platón replanteó sus ideas sobre la democracia política que juzgó y mató a su maestro.
El valor de cada uno pertenece sin duda a nuestra propia esencia, a lo que en sí mismo cada uno es; al valor de nuestras propias ideas, al de nuestros sentimientos y nuestras acciones que determinan lo que realmente somos. Y en este sentido podemos ser iguales o distintos, divergentes o semejantes. Porque ningún valor, hablando de talento, virtud o habilidad, y aún de sentimiento o sensibilidad, podrán determinarse como superiores, inferiores o iguales a la hora de definir el valor de lo humano en cada uno.
“Cada cabeza es un mundo” reza la expresión. Y hoy la ciencia nos está mostrando que cada cuerpo y cada organismo también. Lo valioso está en nuestras propias destrezas o habilidades (quizá deportivas o de oficio), otras veces en la virtud o el talento de un artista o un escritor, en las cualidades de un científico, o simplemente por el carácter o el don de ser optimistas, empáticos o compasivos.
Nuestro valor está en lo que sabemos o hacemos. Lo que sabemos o hacemos es lo que nos hace valiosos. Y no importa que sea; desde el oficio más simple hasta la profesión más extraordinaria. Cuando me preguntaban a qué se dedicaba mi madre (y lo hizo toda su vida), yo siempre contestaba con orgullo: ¡a ser madre! Una de las tareas más dignas y hermosas del planeta. Y eso era, como ser humano, lo valioso de mi madre.
Sin duda cada uno es lo que es, y uno mismo le atribuye o le quita el valor a lo que hace o se dedica. No hay humano en el estricto sentido del término que valga más que otro, independientemente de lo que sea o haga. La naturaleza misma nos define como semejantes, aunque dentro del colectivo social nos diferenciemos unos de otros. Y unos con más y otros con menos. Pero todos, sin duda, igual de valiosos. Como la persona de mi madre, que no era abogada, arquitecta ni científica, influyente o acaudalada; ¡pero era mi madre! Y ese era su valor.




