Salvador Castell-González
Estamos viviendo un abanico de crisis globales interconectadas incluyendo el clima cambiante y la pérdida de biodiversidad. Esto puede hacernos sentir ansiosos, de hecho, el término que está cada vez más en uso es ecoansiosos. Una de las razones para sentirnos abrumados es que seguimos pensando a escala humana, individual o nacional, cuando estos desafíos son globales. Con esta visión planetaria de un todo, existen modelos emergentes y reemergentes, un modelo ya atendido en la teoría Gaia de Lynn Margulis, retomado en investigaciones recientes en astrobiología sugieren una conciencia planetaria que desde el perfil científico se llama: inteligencia planetaria.
No debemos cometer el error de pensar en una especie de cerebro planetario centralizado, sino a la capacidad colectiva y emergente de un planeta, considerando la interacción de su biosfera, geosfera y, crucialmente, la actividad tecnológica humana (la “Tecnosfera”) para adquirir y aplicar conocimiento a escala global, regulando así su propio estado.
Este modelo planetario argumenta que la inteligencia no es solo una propiedad individual, sino colectiva, y que su aparición a escala planetaria podría ser una transición evolutiva fundamental. Distinguen fases clave: desde una biosfera “madura” (como la Tierra post-Proterozoico) que ya ejerce una influencia reguladora global mediante complejas redes de retroalimentación microbiana, hasta que aparece una Tecnosfera.
Aquí reside nuestro dilema actual, el del Antropoceno (la era del hombre). Hemos desarrollado una Tecnosfera con poder planetario, es decir capaz de alterar sistemas fundamentales planetarios (como el clima con los CFC o el CO2), pero opera de forma “inmadura”. Es decir, sus impactos son en gran medida involuntarios, fragmentados y carentes de una autoconciencia y autorregulación global integrada que asegure la estabilidad del sistema completo incluyendo la estabilidad de nuestra propia civilización.
Este modelo manifiesta que para una supervivencia a largo plazo, requiere una transición hacia una “Tecnosfera madura”. Esto implicaría desarrollar bucles de retroalimentación intencionales: usar nuestra ciencia y tecnología (sensores, redes de datos, IA, gobernanza global) no solo para comprender nuestro impacto, sino para gestionar activamente el planeta como un sistema acoplado, asegurando su resiliencia y habitabilidad. Sería, en esencia, el desarrollo de un “sistema nervioso” planetario consciente.
Pensar en términos de inteligencia planetaria transforma el debate sobre la sostenibilidad. Ya no se trata solo de “reducir daños”, sino de participar activamente en el desarrollo de una nueva capacidad planetaria de autogestión informada. La pregunta no es si podemos seguir como hasta ahora, sino si somos capaces de dar el salto evolutivo hacia esa inteligencia colectiva a escala planetaria antes de que nuestra actual “inmadurez” tecnológica nos lleve al colapso. Es un desafío inmenso, pero quizás, la única perspectiva a la altura de la era que hemos inaugurado.