Salvador Castell-González
Todos conocemos esa sensación. El sol de la mañana, la tierra en las manos, la foto grupal junto a un centenar de árboles recién plantados. Es una gratificación instantánea, un “brillo cálido” que nos reconforta y nos hace sentir que hemos hecho nuestra parte. Y ese sentimiento es bueno, es humano, y es un punto de partida valioso. Sin embargo, una mirada honesta a nuestro alrededor nos obliga a hacernos una pregunta incómoda: si estamos haciendo tanto, ¿por qué los resultados sistémicos no siempre reflejan nuestro esfuerzo? ¿Por qué parece que nada mejora, al contrario, empeora? Aquí es donde la satisfacción choca con la realidad. Vemos campañas de reforestación masivas, pero también vemos tasas de supervivencia desalentadoras por falta de seguimiento. Aplaudimos la restauración, pero fallamos en detener la deforestación que ocurre en paralelo, como intentar llenar una bañera con el desagüe abierto.
La respuesta a por qué caemos en esta trampa no es la apatía, sino la psicología. Nuestra mente está programada para buscar el cierre y la recompensa inmediata. El “brillo cálido” es una recompensa potente, pero efímera. Nos permite sentir que contribuimos sin tener que enfrentar la abrumadora complejidad del problema real, protegiéndonos de la eco-ansiedad.
El desafío, entonces, no es actuar desde la culpa por esta insuficiencia, sino desde una ambición más profunda: la de buscar una satisfacción que perdure. Se trata de evolucionar.
La invitación es a dar un paso más allá del acto simbólico y encontrar el orgullo en el ciclo completo del impacto. Imaginen la satisfacción no solo de plantar el árbol, sino de recibir una notificación tres años después con una foto de “su” árbol ya grande y fuerte. Esa es una recompensa de otro nivel. Imaginen el orgullo colectivo no solo de una jornada de limpieza, sino de ver las estadísticas de ese ecosistema mejorar mes a mes gracias a una vigilancia constante que hemos ayudado a sostener.
Para llegar ahí, necesitamos redefinir nuestra participación. Necesitamos empezar a hacer las preguntas difíciles no como una crítica, sino como parte de nuestro compromiso. Preguntar por las tasas de supervivencia, por las salvaguardas contra la deforestación o por la medición de resultados, no es un acto de desconfianza; es un acto de corresponsabilidad. Es la diferencia entre ser un espectador entusiasta y ser un arquitecto del cambio. Para cambiar el sistema, primero debemos hackearnos a nosotros mismos.
Esto no se trata de hacer más por obligación, sino de involucrarnos más profundamente porque es ahí donde reside el verdadero poder y la recompensa más genuina. Es la transición de ser voluntarios de un día a convertirnos en guardianes de un legado. La satisfacción de un gesto es momentánea, pero la satisfacción de saber que nuestro esfuerzo sostenido ha creado un cambio real y duradero, es algo que nos define. Y esa es una sensación que ningún “brillo cálido” puede igualar.




