Mario Barghomz
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Desde que Watson y Crick en 1953 descubrieron cómo se presenta la estructura (doble hélice) de la naturaleza intrínseca de nuestro genoma, así como demostrar la influencia de los genes (ADN) en nuestro organismo; lo hemos vuelto un lugar común. Por ello que los médicos insistan hasta hoy en preguntar cuando elaboran un diagnóstico, si dentro de nuestra familia hay alguien con cáncer, diabetes, Alzheimer, depresión o esquizofrenia… para determinar que nuestros males pueden provenir de nuestra propia herencia genética.
Y si bien es cierto que muchas o algunas de nuestras enfermedades se producen por la herencia que desde que nacemos ya existen en nuestro organismo, tampoco es cierto que éstas se activen de manera determinante en algún momento de nuestra vida. Aunque en ciertas áreas del determinismo científico así se considere.
La física cuántica de nuestro organismo es extraordinaria (y sigue siendo un misterio según la teoría de Schrodinger) en el momento en que las moléculas de las células de nuestro organismo deciden estar o no estar ahí ante los ojos del espectador. En este sentido quizá puedan pasar generaciones antes de que un gen (identidad o mal de una familia) vuelva a activarse para estar presente.
La activación de un mal genético ocurrirá también dependiendo del “paralelismo epigenético” que suceda o no a la condición “sine qua non” en que se viva. De tal manera que el exceso o la carencia de lo que sea, el gusto por la vida, la forma o el modo de vivir, la misma inteligencia emocional, el contexto en que se esté, las costumbres y los hábitos, determinarán que un mal gen se active o permanezca en “delación” (inactivación genética) dependiendo de las circunstancias.
Desde los años noventa del siglo pasado, hemos avanzado significativamente en la identificación de la ciencia encargada del estudio de la inteligencia emocional, es decir, aquello que no necesariamente está en la lógica de un pensamiento racional, sino en el área límbica de nuestro cerebro donde se desarrollan particularmente nuestros sentimientos y emociones.
La genética, siendo parte de la propia naturaleza sistémica de nuestro organismo, no solo obedece al germen depositado desde antes de nuestro nacimiento en cada uno de nuestros cromosomas, sino al propio desarrollo (bueno o malo) de nuestra persona. Hay genes que se activan o están presentes apenas empezando nuestra vida, como en el caso de un cáncer o una parálisis infantil, enfermedades determinadas desde la herencia genética de la madre o el padre que bien ellos no pueden padecer, pero que existen o existieron en un momento dado de su historia familiar.
Lo cierto también es que cuando hablamos de una genética compartida entre mamá y papá, esta no se divide de 100, sino de mitad y mitad, considerando asimismo nuestra propia aportación y la “herencia mitocondrial” que solo heredamos de mamá. Tanto fenotípicamente como genéticamente, todos somos de alguna manera copia de nuestros padres, pero al mismo tiempo somos también diferentes a ellos. De ese modo hay también una distancia orgánica y sistémica, y al mismo tiempo una circunstancia epigenética que (bien o mal) determinará nuestra propia vida.
Así que no todo es genética en nuestro universo genómico, sino nuestro propio modo de vivir, nuestro gozo por la vida o nuestro repudio (ciego y sordo) por la existencia humana. En este sentido cada uno somos dueños de nuestro propio destino, y somos y seremos siempre nosotros mismos quienes lo determinemos con nuestras decisiones.