Finalmente, justo en el límite del plazo constitucional para analizar la Ley Anticorrupción, las comisiones unidas del Congreso iniciarán este lunes el proyecto de dictamen de 827 páginas, que por lo que anticipó la prensa este domingo, será una versión edulcorada. Un poquito se avanza, mucho permanece en la opacidad; no hay voluntad política de los políticos para ser transparentes y prefieren que la transparencia sea discrecional. La corrupción es un problema creciente en la molestia de los mexicanos contra sus gobernantes, y a quienes se acusa –justa o injustamente– de ser los más corruptos, los políticos, siguen edificando barreras para que no pueda ser combatida con eficacia plena y blindando a quienes, dentro de su clase, mantienen y gustan de esa práctica putrefacta. No es porque sean insensibles al grito de las calles, sino porque son parte del mismo sistema de complicidades. Así las cosas no avanzarán.
Decir que se comportan cínicamente no es un juicio de valor, sino una descripción.
Conocen con detalle la percepción de los mexicanos sobre la corrupción y lo que piensan de la clase política. Una tarjeta informativa en el Senado, elaborada el 28 de abril pasado, les dio a todos sus miembros el panorama general del fenómeno que “es un lastre por los enormes costos económicos, políticos y sociales que ocasiona en los países que la padecen con mayor agudeza”. Torcidos hasta en los detalles menores, toda la información y las valoraciones fueron extraídas sin citar la fuente original del reporte “México: Anatomía de la corrupción”, publicado hace un año por el Instituto Mexicano para la Competitividad y el Centro de Investigación y Docencia Económicas.
No han cambiado los datos. Las senadoras y los senadores saben que las inversiones caen hasta en 5.0 por ciento en los países con mayor corrupción y que consume el 2.0 por ciento del Producto Interno Bruto, porque, entre otros factores, el 14 por ciento del ingreso promedio en cada hogar mexicano tiene que destinarse a pagos ‘extraoficiales’ como eufemísticamente llaman a la corrupción. La transferencia de estos pagos irregulares para poder seguir funcionando en un país disfuncional explica el porqué, de acuerdo con la empresa chilena Latinobarómetro, sólo 19 por ciento de los mexicanos están satisfechos de vivir en un sistema democrático. Por supuesto que hay razones de desprecio por la democracia, dado que quienes deberían de haber construido las instituciones en las que se apoya esta nueva forma de organización social han incumplido con la responsabilidad.
Paradójicamente frente a la percepción popular, la mayoría de las instituciones democráticas de primera y segunda generación se construyeron durante los gobiernos de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo: reformas políticas que fundaron órganos electorales, independientes y ciudadanos que abrieron la puerta a la alternancia electoral, la reforma al Poder Judicial, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, o la autonomía del Banco de México. Los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón avanzaron poco, con la reforma al Servicio Civil de Carrera y la Transparencia, mientras que en el de Enrique Peña Nieto una de las principales características, que definirá su gobierno, es el de la opacidad y la corrupción.
La semana pasada el Inegi dio a conocer los resultados de la Tercera Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental, en donde la corrupción avanzó sobre el desempleo y la pobreza en el nivel de preocupaciones de los mexicanos, y se colocó en segundo lugar, detrás de la inseguridad; aunque hay vasos comunicantes entre ambos fenómenos: existe una correlación positiva entre corrupción y niveles de violencia, reflejados por el reporte del Inegi, donde los entrevistados achacaron a la seguridad pública como la principal experiencia que vivieron por cohecho. De acuerdo con la encuesta nacional, 60 millones de mexicanos consideran a la corrupción como el segundo problema que más les preocupa; casi 40 millones tuvieron incidentes relacionados con la corrupción, y alrededor de 15 millones fueron víctimas de un acto corrupto.
Como estableció el estudio sobre la anatomía corrupta de los mexicanos, el fenómeno no es patrimonio de la clase política. El 44 por ciento de las empresas reconoce que paga sobornos –México está en un infame segundo lugar entre los países corruptos por esta razón, sólo después de Rusia–, y que 75 por ciento se utiliza para agilizar trámites y obtener licencias y permisos, lo que lleva a un problema estructural que estimula ese fenómeno: el exceso de trámites y la burocracia gubernamental. Sin embargo, la percepción ciudadana, que si bien reconoce actos de corrupción entre la sociedad, ubica a la clase política como la verdaderamente corrupta: 91 por ciento de los partidos políticos apestan; 83 por ciento de los legisladores también. El 87 por ciento piensa que los funcionarios públicos son corruptos y 90 por ciento de ministros, jueces y magistrados, también. Sobre la policía, nueve de cada 10 mexicanos los ven corruptos, aunque no tanto como los partidos.
Pese a toda esta información que tiene la clase política, la Ley Anticorrupción no apostará a la transparencia ni se ve urgencia por iniciar un proceso de sanación política y moral. Ese no es su tema, sino seguir en las prácticas endogámicas que los tienen, vistas todas las evidencias, en desprestigio total. Si hay alguien que diga que las cosas no son así y que tampoco es insensible al grito de las calles, que demuestren lo contrario. Este lunes tiene la oportunidad.