Por Gibrán Mafud Contreras*
gibranmafudc@gmail.com
* Estudiante de Comunicación y director creativo. A veces se le van las cabras.
No quisiera redundar en temas de las pasadas semanas, no porque se deban pasar por alto, sino debido a que llegaría un poco tarde mi primer acercamiento al tema y aún me encuentro formulando el siguiente.
En cambio, quisiera hablar de un matiz que tomó la situación. Una circunstancia temporal que ha definido el ambiente que se respira en el país a partir de los azotes de la naturaleza de este mes: el puño millennial que se alzó alto y fuerte.
Mucho se ha dicho, creo que a partir de malas interpretaciones de artículos de divulgación científica que tratan de describir al conjunto generacional al que llamamos “millennials”, que se trata de personas adictas al desapego, apáticas e indiferentes hacia lo que sucede en el mundo. Que no pueden mantener un trabajo, que son de pensamiento débil y pocas proyecciones en la vida. Se lo atribuyo a ciertos patrones de conducta descritos en trabajos académicos serios, mal divulgados por los medios de comunicación.
De cualquier modo, la opinión publicada (no necesariamente el sentir general de la población) era la de una generación adormilada, carente y necesitada de un cambio.
No obstante, quiero decir, con el corazón en la mano, con orgullo en el pecho y la garganta, y con la mirada alta y cristalina, que estoy más que orgulloso de la gente a la que puedo llamar contemporánea.
Gracias, mundo porque existen los medios de comunicación que me permiten ver y sentir de la manera más inmediata (en tiempo y espacio) lo que están sufriendo los demás. Gracias por las mil maneras creativas de expresar el sentir nacional y compartirlo por Twitter, Instagram y Facebook. Gracias, porque nuestro pensamiento no se limita al mundo análogo y puedo pensar en solucionar problemas desde mi trinchera digital. Gracias por el tren del mame porque, si es por algo que vale la pena (como mi país, por ejemplo), me voy a subir.
Tal vez era la primera vez que muchos nos conmovíamos, comprometíamos y actuábamos tan rápido y tan intenso como lo hicimos. Definitivamente no habíamos vivido una devastación semejante y tan cercana a nuestro contexto. A mi generación se le salió el corazón del pecho. Dejamos de ser ajenos, no porque tuviéramos algo nuevo que nos uniera, sino que a todos nos salió el águila y afloró el nopal.
Acopio de víveres y donaciones, plataformas digitales, difusión de información relevante, nuevas asociaciones civiles, manos en albergues, manos en escombro, pies firmes en la tierra, frente sudada y mirada en el cielo. No hubo rastro de desidia. No hubo tiempo de averiguar si alguien haría lo que hacía falta por hacer, ni de pensar si alguien lo haría por uno.
Es por eso que estoy tan orgulloso de haber nacido en el año en el que nací (1995, por cierto), porque me fue demostrado que ocupar un espacio y tiempo determinado como el siglo XXI no te quita corazón ni careces de ganas. Porque puedo pensar diferente y trabajar desde otros esquemas. Porque ya no me conformo con lo que está establecido. Porque mi era me exige pensar diferente e innovar, y por todas y todos los que demuestran que les importa y les importa enloquecidamente.
A mis lectores de otras generaciones, gracias por su labor que también fue titánica y formidable, pero si me permiten les haré una recomendación: no subestimen a los jóvenes, aunque tengan maneras distintas de hacer las cosas. Es precisamente por eso que tienen la capacidad de resolver problemas que no se han dado cuenta que están ahí, y proponer soluciones que en la vida han pensado.
Estamos locos de remate, pero no nos vale madres.