Manuel, el niño de los huesos endebles

Joaquín de la Rosa Espadas

Manuel es un niño frágil, enfermo, que vive encerrado en su casa, bajo el cuidado de su madre. Desde su ventana observa el mundo exterior y el ir y venir de ella, quien cada mañana sale a trabajar. En su soledad, la imaginación del niño se mezcla con la realidad: ve a su madre alejarse y, en un juego cruel, aplasta con los dedos su diminuta silueta en el horizonte, creyendo así borrarla. Luego, arrepentido, intenta devolverle la vida soplando hacia afuera los restos de lo que él mismo ha destruido. 

Manuel se entretiene robando el peine de su madre, con el que peina su cabello frente a la ventana. Entre el canto de los pájaros y el aroma del naranjo, surge una figura ominosa: un zopilote que observa desde lo alto. El pajarraco desciende poco a poco a su mundo infantil. Una noche, mientras el niño balbucea palabras ininteligibles, el zopilote se le aparece y le entrega un silbato, prometiendo acudir cada vez que lo llame. Desde entonces, el vínculo entre ambos se vuelve íntimo.

Al día siguiente, la madre deja una naranja para el desayuno. El niño, desganado, muerde la fruta y descubre que está infestada de gusanos. Horrorizado, la arroja contra el árbol, que responde con un grito, como si tuviera vida. El zopilote regresa para consolarlo, pero pronto muestra su verdadera naturaleza: se alimenta de las heridas del niño, de donde emergen lombrices. Manuel, entre el miedo y la fascinación, acepta su presencia.

Con el paso de los días, el cuerpo de Manuel se va descomponiendo. Al peinarse nota que en su cabeza hay huevecillos y grasa. Ha olvidado incluso el leve movimiento que el zopilote le había devuelto. La madre sigue ausente, trabajando, mientras el hijo, cada vez más consumido, repite su rutina de espera y vigilancia. Cuando llama al ave con el silbato, este le advierte que no debe contarle nada a su madre, pues ella ya tiene suficientes preocupaciones.

Una noche, el niño despierta y encuentra al zopilote dentro de la casa, con una pata sobre un corazón ensangrentado. El ave le dice que es “solo un juego” y que él, Manuel, es “la naranja que faltaba”, aquella que dará nueva vida al árbol. El niño, delirante, apenas puede responder. El zopilote confiesa ser parte de él, alimentarse de su inocencia y podredumbre.

Cuando la madre vuelve, ve horrorizada al ave picoteando la cabeza de su hijo, entonces, un gran naranjo atrapa al niño y al zopilote entre sus ramas. El árbol le impone a la madre una elección: llevarse a uno de los dos. La madre, vencida por el miedo, entrega a su hijo. El árbol se hunde en la tierra con el cuerpo del niño, mientras el zopilote queda libre.