El cuestionamiento es más que relevante en la actualidad debido a la proliferación de sitios en la internet que se dedican a ganar dinero a través del número de clicks con los cuales redirigen a los lectores a mensajes publicitarios personalizados de acuerdo con sus intereses.
Hay cada vez más sitios que en realidad no proveen información relevante al usuario, sino que sirven de caja de resonancia de otros más grandes y replican su contenido sin importarles la propiedad intelectual ni el esfuerzo que ha implicado conseguir y trabajar la materia prima.
Todos queremos información, es un derecho fundamental establecido en la Carta Magna, y gracias a los motores de búsqueda, particularmente al de Google, pensamos que dicha necesidad debe ser saciada a gratuidad. La ecuación es simple: si tengo derecho a la información, ¿por qué debo pagar por ella? En realidad, lo mismo pasaría con otras tantas cosas, como el agua, pero para nuestra mala fortuna, el agua no viene en tubos. Hay que traerla a cada casa y eso cuesta.
El fin de semana tuve oportunidad de ver el último filme de Steven Spielberg, el cual recomiendo ampliamente. Se trata de “The Post. Los oscuros secretos del pentágono”, basado en hechos de la vida real y que aborda los días aciagos de la administración de Nixon. Como se sabe, las relaciones entre la prensa y la presidencia de aquel entonces habían llegado a un punto de inflexión en el cual la Casa Blanca llegó a tener una lista de reporteros a los cuales les era impedido su ingreso para cubrir los acontecimientos dentro del recinto.
El Washington Post fue fundado en el siglo XIX como respuesta a la injusticia de Mary Jenkins Surrat, quien contra todo el sistema y pese a las inconsistencias de su proceso, fue condenada a la horca por un crimen que cometió su hermano, John, como parte de una conspiración que terminó en el asesinato de Abraham Lincoln. El abogado, harto de acudir a diversas instancias y no ser escuchado, a la muerte de su cliente, quien fue juzgada en un tribunal militar por órdenes del presidente Andrew Johnson, decidió fundar el diario para consagrarlo a la información que el público debería saber para ejercer su derecho a la información.
En la década de los setentas, en la cual se ambienta la película, el diario estaba en una más de sus recurrentes crisis económicas cuando Daniel Ellsberg le hace llegar a Ben Bagdikian una copia en desorden del informe encomendado por Robert McNamara, secretario de Relaciones Exteriores, sobre la situación de la campaña bélica de EEUU en Vietnam. Dicho reporte detalla cómo el gobierno mintió durante treinta años al público americano sobre las razones y desarrollo de esta guerra. Gracias a esta filtración, la verdad sale a flote. A este episodio histórico se le conoció a la postre como “Los papeles del pentágono”.
Un aspecto no abordado por la película es la colaboración del historiador Howard Zinn y del lingüista / politólogo Noam Chomsky en la ordenación e interpretación de los documentos que estaban escritos en la jerga propia del ejército y la burocracia de la época.
Llegado el momento crucial, la directora del diario, si una mujer en los setenta, Kay Graham, tendrá que decidir si calla la verdad y la soslaya, con el riesgo de perder su propia fuente de trabajo y el legado de su abuelo, o publica la verdad y con ello se gana la animadversión de los inversionistas, de los banqueros que han hecho que la compañía se recapitalice en la bolsa de valores y por supuesto, del hombre más poderoso del mundo: el presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon.
Su elección no es un secreto: gana la información de calidad. Entre poder venderse y salvarse momentáneamente o tener información de calidad y no dejar de pagar a sus reporteros, ella elige lo segundo y el diario pasa a la historia. En México, queremos información asequible y gratuita cuando eso no es posible.
Con la proliferación de sitios en internet la calidad de la información ha bajado considerablemente y siempre existe la tentación del poder económico o político de comprar las redacciones. Los reporteros y periodistas a veces no son remunerados ni económica ni socialmente. Económicamente esa falta de aliciente les orilla a no profesionalizarse y a completar el salario con otras actividades en el mejor de los casos, si no es que reciben el “chayote” o venden su pluma. Por eso, la calidad de la información debe pagarse y por sí misma, atraerá la ganancia. Lo que está en juego es nada menos que el futuro de muchos medios tradicionales. Podríamos aprender algo de la historia.
Por Carlos Hornelas