Mario Barghomz
mbarghomz2012@hotmail.com
Es natural que cada año abriguemos nuevas esperanzas, una nueva y mejor manera de vida. Es cada año que por costumbre solemos hacer un balance de aquello que hicimos y lo que quisiéramos o aún nos falta por hacer. Dejamos atrás un tiempo y comenzamos otro. Es la costumbre, pero también es parte de nuestra naturaleza humana y social.
Queremos siempre mejores años, mejores tiempos, una mejor salud y una mejor posibilidad económica. Todos en el planeta soñamos con eso y siempre esperamos que nuestra vida en el futuro mejore.
Tiempo y años nos definen como lo que somos. Esperar es parte también de aquello a lo que llamamos esperanza. Aunque esperar demasiado no siempre nos gusta cuando nuestros deseos no siempre se cumplen. La idea de sólo esperar no parece tan buena para los espíritus más inquietos. Pero se necesita que sea uno mismo quien haga realidad sus propios deseos. Y que cada deseo pedido se mantenga siempre sobre la posibilidad de poder cumplirlo. Porque regularmente de nada sirve soñar en lo imposible.
Desear no cuesta nada. Pero sólo desear no tiene ningún sentido ni provecho. Es ingenuo sólo desear como cuando se sopla un pastel de cumpleaños o se cierran los ojos, esperando que lo deseado se cumpla. Aladino (lo digo irónicamente) no aparecerá de ninguna lámpara.
Son el tiempo y los años los que definirán luego nuestro trayecto humano. Al final de nuestra vida siempre terminaremos siendo aquello que, mal o bien, nosotros mismos hicimos. Aquello que fue producto de nuestras propias ideas y sentimientos. Nadie nunca es nada por cuenta de otros. La vida que nos pertenece está siempre a cargo de nosotros mismos. “Cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él” -dice Sartre-.
Cada año es como una puerta abierta por donde uno puede salir (si es el caso) para realizar lo planeado. Pocas cosas o nada, en el sentido vital, los demás pueden decidir o hacer por nosotros. Por ello buscar culpables cuando las cosas no salen como nosotros queremos, es sólo una mera excusa o expiación.
Y cada tiempo de nuestra vida es valioso (dependerá de cada uno que le demos, si se desea, más valor a uno que a otro). La infancia, la adolescencia, la juventud, la madurez y la edad adulta, forman todos parte del tránsito maravilloso de la vida.
Lo peor es cuando se deja que el tiempo sólo pase en vano. O cuando la vida no va bien, ser capaces y sínicos de responsabilizar al mismo Dios por lo no logrado. Quien así lo hace; no es más que un alma soberbia y necia.
Cada segundo, aunque no lo parezca, debe ser parte de ese minuto o de ese día esperado. Pero lo esperado ocurre cada mañana al despertarnos y seguir respirando. Debemos aprender a ser conscientes de que la buena vida, depende de nosotros mismos. Y la mala también.
Así que todo tiempo y toda vida deberían ser suficientes en la oportunidad que Dios nos da. Serán siempre nuestras decisiones lo que nos acerque a la felicidad deseada. Consciencia, criterio, libertad, flexibilidad, templanza y serenidad estarán siempre a nuestro alcance en las razones que tengamos para hacer de nuestra vida algo mejor y bueno.
Lo maravilloso de vivir es pensar y sentir, poder y saber elegir, poder corregir lo equivocado y mantener siempre el rumbo de aquello que hemos hecho bien. El tiempo y los años nos dejarán siempre aprender, entender, comprender. Una experiencia no aprendida será siempre una experiencia desechable, lamentable y sin sentido.
Y nunca es tarde para aprender -dice Aristóteles-; así se tengan 60 o 90 años. El último día de nuestra vida deberá ser motivo también de celebración. “Ayer es nunca jamás, hoy es siempre todavía”; escribió Antonio Machado.
¡Aprovechemos entonces la vida, el tiempo… los años!
¡Feliz año nuevo!.