Por Manuel Alejandro Escoffié
El 27 de mayo de este año, gracias al sexto capítulo de la serie biográfica sobre Luis Miguel en Netflix, parecía que el pueblo mexicano había encontrado un nuevo ídolo. Y no, no me refiero al intérprete de baladas de los ochentas como “La Incondicional”, sino al sencillo y honesto cadete militar que, de acuerdo con el episodio, lo asesoró para sus acrobacias áreas en el video de la homónima canción y terminó enseñándole al “Sol de México” una valiosa lección de responsabilidad personal; al igual que conquistando a espectadores y tuiteros, llegando incluso a ser proclamado, tanto en serio como en broma, el verdadero “incondicional” de Luis Miguel. Me refiero, desde luego, al Cadete Tello.
Al día siguiente, cuando el país se apresuró a teclear su nombre en Google, la fama se trastocó en abyecta infamia. Resulta que el Cadete Tello nunca había existido. Era un ser humano ficticio creado por José Luis Gutiérrez Arias y Flavia Atencio, escritores de la serie. “¡¿Cómo es posible?!”, maldijo más de uno hacía los cielos. “¡Nos mintieron!”, “Netflix nos ha mentido”, “¡Luis Miguel nos mintió!”.
No puedo recordar el incidente sin una sonrisa en parte condescendiente y en parte orgullosa. Me alegra que se le haya “mentido” así al país. Me alegra que el público se haya indignado. Me alegra porque uno de sus efectos secundarios ha sido poner en evidencia la ignorancia generalizada que tenemos pendiente por enmendar alrededor de una práctica tan común y comprensible como la de la licencia dramática. A falta de una definición oficial, la describo como las alteraciones a los que los guionistas con frecuencia se ven obligados a someter a los datos históricamente registrados del suceso o persona en que basan su ficción, para crear a partir de ellos una narrativa dramáticamente coherente. Es omitir sucesos e incluir otros que jamás tuvieron lugar. Es inventar dialogo para llenar lagunas en la información. Condensar en uno solo a varios personajes con una misma función; o de plano crear a otros con los que el biografiado nunca cruzó camino. Y por supuesto que es, para bien o para mal, manufacturar a un “average joe” a través del cual el espectador pueda llegar a sentirse dramáticamente representado y con el que el Luis Miguel del guion pueda pretender redimirse.
Semanas atrás, un servidor hablaba sobre la renuencia existente a tomar al “bio-pic” y formatos similares lo suficientemente en serio. Parte de ello se debe a lo poco que se acostumbra incluir a la licencia dramática en la conversación pública. O a que, en sus inéditas excepciones, se insiste en pintarla más como un pecado o transgresión al buen gusto que como una necesidad. Si el hecho de que “Luis Miguel: La Serie” y otros derivados de la misma calaña continúen causando esta clase de disgustos constituye el primer paso en el camino correcto a transformar tal dinámica, no me queda más que agradecer y darle la bienvenida a esta nueva era que veo venir. La era del Cadete Tello.