Entre los pastizales de un Chihuahua violento, existe un pueblo atrapado en el tiempo, en donde sus habitantes de piel blanca, ojos claros y cabello rubio hablan alemán, no tienen celulares ni televisión y todavía se transportan en carretas jaladas por caballos.
Sabinal es una comunidad de 10 mil hectáreas, formada hace 26 años por un grupo de menonitas tradicionales, en el municipio de Ascensión, al noroeste del estado de Chihuahua.
Aunque los orígenes de sus antepasados son de Alemania, Holanda, Rusia y Canadá, sus fundadores son mexicanos, provenientes de Zacatecas, donde aseguran que se les acabaron las tierras para sembrar y por eso decidieron emigrar junto a sus carretas y caballos hasta el desierto chihuahuense.
Lejos de la violencia y la pobreza que se viven en las principales ciudades del Estado y en la sierra Tarahumara, unos mil 500 menonitas aseguran disfrutar de la paz del aislamiento, entre fructíferos campos verdes, una fabrica de queso y granjas con vacas y gallinas.
Guiados por sus líderes religiosos, sus habitantes luchan por mantener su cultura, basada en el cristianismo anabaptista tradicional, por lo que viven lejos de la tecnología como teléfonos, vehículos automotores y el internet.
UN PAISAJE DIFERENTE
Para llegar a Sabinal hay dos rutas, una es “un camino por donde nunca hubieran llegado” debido a lo complicado del camino, dice un habitante del ejido Niños Héroes, una comunidad ubicada a unos 15 kilómetros, en donde habitan unas 25 familias mexicanas que trabajan con los menonitas en el campo.
La otra lleva un recorrido de casi dos horas, entre terracería y piedras, por pastizales, ranchos escondidos y cerros tan verdes que no parecen formar parte del desierto.
Tortugas, víboras de cascabel, grupos de libélulas azules, familias de gorriones esquivando a grandes aves que los asechan, y montones de pequeñas mariposas amarillas son solo parte de la fauna que puede encontrarse a la orilla del camino.
Es “un camino seguro”, pero “es mejor no recorrerlo de noche”, porque en él continuamente truenas las llantas de los vehículos, aconseja el propietario de la tienda que da la bienvenida al ejido con papas fritas, refrescos, cervezas, cigarros, botas vaqueras y otros escasos productos.
Finalmente, aparece un improvisado señalamiento con la leyenda “Sabinal”, sobre dos flechas que indican los caminos hacia Casas Grandes y Ascensión.
El de Sabinal es un paisaje diferente. Las casas, muy separadas una de otra, están rodeadas de grandes árboles y caminos de flores de diversos colores.
Enormes girasoles, hasta del tamaño de un balón de fútbol y plantíos de calabazas forman partes de los jardines menonitas.
Pequeñas granjas con gallinas, pollos y vacas junto a algunas de las viviendas, forman lo que por momentos parece ser la escenografía de una película antigua.
Entre las desoladas calles, el principal sonido son las risas de los niños que corren jugando entre los patios de sus casas, escondiéndose entre los árboles al descubrir a extraños.
Los varones, vestidos como sus padres, con camisas, overoles de mezclilla y gorras para cubrirse del sol, juegan con aviones de madera, carritos de plástico o pequeños tractores.
Las niñas, al igual que sus madres, visten coloridos vestidos largos, con huaraches, calcetas y amplios sombreros atados con listones del cuello, los cuales se acomodan una y otra vez mientras corren jugando y gritando en alemán bajo entre los campos, con sus hermanos y mascotas.
Debido a su aislamiento, podría pensarse que los menonitas son difíciles de abordar, pero la principal barrera es el idioma, ya que todos hablan alemán alto y bajo, y solo los hombres hablan algo de español, debido al contacto que tienen con quienes llegan a comprarles sus productos.
Durante el día la comunidad está desierta, cuando no hay nada que cosechar, pero en las tardes aparece el ruido de las carretas.
La mayoría de las familias en Sabinal tienen dos carretas, una cubierta para los días de lluvia, viento o mucho sol y otra descubierta para cuando el clima es más agradable y salen a pasear por sus calles, las cuales ni siquiera tienen nombres, ya que solo ubican a las familias por el número de “campo” en el que vive, es decir, una especie de manzana vecinal.
Durante el verano, la temperatura llega a subir hasta los 44 grados centígrados aproximadamente, y en el invierno el termómetro desciende hasta -12, pero en febrero de 2011 bajó hasta los -22 grados, recuerda Enrique, quien tiene ocho hijos entre los dos y los 14 años de edad.
LA VIDA MENONITA TRADICIONAL
Para los menonitas la escuela es importante para estudiar la Biblia, sumar, multiplicar, dividir, aprender a leer y escribir el alemán alto y bajo, y conocer la historia menonita. Pero pronto es necesario trabajar.
La escuela de Sabinal trabaja bajo sus propias normas, por lo que los padres se quejan de no poder tramitarles a sus hijos el pasaporte mexicano, porque la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) le exige una constancia de la Secretaria de Educación Pública (SEP).
En su escuela, las niñas solo van seis años a clases y los niños siete, pero en el año asisten seis meses y descansan los otros seis.
A partir de los 12 años, las mujeres ayudan a sus madres a cuidar la casa, las flores, los animales y a cocinar; hasta que se casan, entre los 18 y 25 años.
“Una que otra sí se brinca poco antes, pero muy niñas o muy niños no sirven a veces, no saben”, y “una que ya tiene 25 años ya parece que es quedada, una que otra se queda… unas se quedan porque están un poco gorditas”, y porque únicamente pueden casarse con miembros de su comunidad, confiesa Johan Gunter, quien cuentan con siete hijos y 25 nietos.
Además de cocinar platillos como bistec ranchero y gorditas, las mujeres se encargan del cuidado de sus hijos y de la costura de la ropa de toda la familia.
Los hombres suelen casarse alrededor de los 20 años, por lo que desde los 13 que salen de la escuela ayudan a su papá en el trabajo.
A lo largo de los 12 campos en los que dividen su comunidad, los menonitas siembran principalmente chile, cacahuate, sandías, calabaza, sorgo, algodón y cebollas, los cuales son regados gracias a que cada 50 hectáreas tiene un pozo de agua, lo cual molesta a los mexicanos del ejido, quienes no tienen las mismas facilidades para explotar un pozo de agua.
Y aunque en 1992 los menonitas compraron a 70 dólares cada una de las 10 mil hectáreas, el costo actual por hectárea es de aproximadamente 7 mil dólares, debido a lo fértil de la tierra en la que ocupan a familias raramurí o tarahumaras e indígenas de estados como Oaxaca, para cosechar.
“La tierra aquí es muy chingona, trabaja muy bien la tierra”, asegura Heinrich Braun, de 35 años, quien vive con su esposa, y sus siete hijas entre uno y 16 años de edad.
La mayoría de los hombres menonitas se dedican a la agricultura y la ganadería, como él, quien todos los días ordeña a sus vacas a las 6 de la mañana y a las 6 de la tarde, “si no haces eso te dan menos leche”.
Heinrich habla muy bien el español por que de adolescente viajaba constantemente desde Zacatecas hasta Ciudad Juárez, para vender el tradicional queso menonita en las calles de la frontera.
Sabinal cuenta con una sociedad de fabricación de queso menonita, y según su encargado, es el único lugar en la región donde se hace queso sin químicos, por lo que todos los días producen una tonelada y media de quesos, los cuales son vendidos en Ciudad Juárez, Casas Grandes y el estado de Sonora.
También hay dos tiendas, una llantera, una ferretería, un negocio de venta de alimento para los animales, una zapatería y una gasolinera para que los mexicanos que llegan a comprarlos sus productos puedan abastecer sus vehículos.
En la comunidad hay un doctor menonita, quien atiende una farmacia. Y cuando alguien enferma es trasladado hasta Ascensión o Casas Grandes en los vehículos de los mexicanos que viven en el ejido, ya que en una carreta tardan una hora para recorrer 10 kilómetros.
“LA LUZ ES UN PECADO”
Después de vivir 26 años sin televisiones, teléfonos, celulares, internet ni vehículos automotores, y con tractores acondicionados con llantas de fierro, la llegada de la luz eléctrica se ha convertido en un dilema para sus habitantes.
“No (tenemos) televisión, no podemos, ni teléfono ni nada”, dice Enrique, uno de sus habitantes, mientras observa a sus hijos jugar con camionetas de plástico con llantas de hule, cuando en realidad ellos se transportan en carretas e incluso sus tractores cuentan con llantas de fierro.
Él abastece su vivienda con la energía de baterías de carro, pero espera que pronto llegue hasta el Campo 3 la luz eléctrica, ya que los postes que comenzaron a ser instalados hace unos meses apenas suministran de energía a algunas casas de los primeros dos campos.
Según sus habitantes, en otras comunidades aisladas cuando ha llegado la luz eléctrica, las familias comienzan a comprar camionetas, con las cuales es fácil trasladarse a lugares en donde venden bebidas alcohólicas, y luego comprar celulares y televisiones.
Por ello, aunque todavía no saben cuanto tardará en llegar la luz al total de las viviendas, en los próximos meses migrarán algunas familias a otro sitio aislado de Campeche.
Hace unos meses sus líderes viajaron hasta el sur del país para comprar tierras, y esperan que en unos meses cerca del 30 por ciento de la comunidad quiera migrar, aunque aún no saben bien cuántos lo harán.
“¿Ustedes no son Testigos de Jehová?”, preguntan algunos de ellos a los visitantes, al tratar de defender sus creencias, ya que desde Casas Grandes llegan continuamente grupos de menonitas que buscan convencerlos de cambiar de religión.
“Dios no quiere eso”, dice un adolescente mientras atardece entre los campos de sorgo.
“(En mi familia) teníamos llantas de hule y las vio una de la colonia, y le dijo a los ministros y fue para nosotros a quitar las llantas y ya anda enojado”, y si tienen una televisión también se las quitan, platica al argumentar que en la televisión también pueden aprenderse cosas buenas.
Por ello, él, como muchos de los adolescentes, espera que pronto llegue la luz eléctrica a todos los campos para poder tener una tele, una bocina y un teléfono celular, aunque algunos ya los tienen de manera clandestina.
Los domingos todos los negocios están cerrados. Los adultos esperan a que salga el sol para ir a la iglesia, y luego regresan a sus casas con sus hijos más pequeños a descansar y esperar la tarde para ir a visitar a sus familias.
Pero los más jóvenes aprovechan el día para salir con sus amigos en grupos de mujeres y hombres, con quienes se reúnen entre los campos para caminar, platicar, escuchar música, comer semillas de girasol y tomar bebidas alcohólicas a escondidas, los más rebeldes.
“¿Puedo manejar tu carro? ¿traes vídeos musicales en tu celular? ¿cuánto cuesta un celular? ¿cuántos hijos tienes?”, preguntan a los extraños algunos adolescentes de la comunidad en donde cada pareja tiene hasta 17 hijos.
Y mientras unos están convencidos de salvar su cultura tradicional en un nuevo aislamiento, otros creen que la llegada de la luz eléctrica les ayudará.
“Está curiosa la religión ésta… la luz es pecado, eso dicen, pero ya más gente quiere cambiar, unos se van y la gente que se queda acá se cambia”, dice Enrique, quien se quedará a vivir en Sabinal con su esposa y sus ocho hijos entre tres y 14 años.
Otros, como Isaac Redecop, encargado de la tienda de Sabinal, aseguran que no quieren que llegue la luz.
“Aquí todavía estamos con carretas de caballo… y yo veo que estamos más tranquilos”, asegura sobre el pueblo donde parece no haber pasado el tiempo.
Texto y foto: Agencia