Si nuestras calles hablaran (parte 3)

Por Didier Ucán 

Se dice que, a principios del Siglo XIX , vivían dos monjitas de avanzada edad las cuales tenían como mascota a dos aves, un gallo y un loro tuerto.

Después de una vida dedicada al servicio de Dios, las adorables ancianas volcaron sus afectos y cariños en las dos aves, a las que trataban con tanta estima. Así pasaban los días monótonos pensando en el tiempo que no retorna y las horas que quedaban por vivir.

Purita y Pepita, nombres de las ancianas según Eduardo Aznar, se habían construido una vida sencilla entre mimos a sus animales. Aunque parecía ser el loro el que se llevaba la mejor parte; a menudo recorría la mesa para degustar platos con sabroso chocolate y disfrutar de algunas frutas.

Todas las tardes, cuando el sol se ocultaba, las viejecitas hacían el mismo ritual. Después de terminar con la rutina, una de ellas pronunciaba una frase a manera sacramental: “cada mochuelo a su olivo”. Entonces se dirigían a sus aposentos, donde oraban y terminaban el día apagando una vela y rematando con un “buenas noches”. Las dos aves dormían en la misma habitación en unas cestas acondicionadas para su descanso.

No sabría decir si fueron celos o infortunios de la vida, pero en una de esas noches, justo cuando se apagaba la vela, el loro se acercó demasiado al gallo que tenía poca paciencia. El resultado fue trágico: el gallo asestó, ni corto, ni perezoso, un picotazo en el único ojo que le quedaba al amable lorito. El emplumado verde lejos de entender que se había quedado sin ver, pronunció un “buenas noches”.

Desde aquel entonces las viejecitas colocaron al animalito en una jaula a la que colgaban de la verja dando hacia la calle, mientras ellas realizaban sus actividades, el pobre animalito no paraba de repetir “buenas noches”.

La gente que pasaba por el lugar escuchaba el estribillo del pájaro, así que empezaron a llamar a esa esquina como la del loro. Cierta mañana, el lorito no existió más. Sus dueñas decidieron, al cabo de unos meses y después de darle entierro, hacer un loro de madera al que colgaron en la misma jaula desde la ventana. Cuenta el mismo Aznar, que fue el Cabildo quien decidió nombrar oficialmente a la esquina de las calles Chuburná y Santa Lucía, como la esquina del Loro.

Hoy en día es una tienda de calzado, un edificio azul que ha soportado el paso del tiempo, ha dejado tras de sí un halo de misticismo, ahí en la calle 62 con 55 descansa una placa que conmemora una historia sobre el amor a los animales. La historia de dos monjitas y su loro que perdura hasta nuestros tiempo.

 

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