Por María de la Lama
Hay algo interesante en el fenómeno de la aplicación que envejece la cara del que sube su foto. Para el ermitaño que no esté enterado, se llama Faceapp y edita automáticamente las fotos para hacernos más jóvenes o más viejos, de forma muy realista. Y lo que se me hace interesante de la aplicación, más allá de la maravilla tecnológica y sus tenebrosas posibilidades, es lo sesgada de su popularidad. Las redes sociales se llenaron estos dos días de fotos editadas de viejos, pero, curiosamente, solo viejos hombres. Las mujeres casi no subieron – no subimos – ni una foto editada de ellas en 40 años.
Tal vez el fenómeno se explica con algún factor irrelevante, como que el algoritmo es menos bueno envejeciendo mujeres, o que a las mujeres nos importa más el qué dirán, pero no creo. Yo me edité y la verdad es que el algoritmo no lo hace nada mal. Pero no compartí mi foto; simplemente porque no había nada qué presumir: me veía francamente fea, y menos interesante que la María de hoy. No encontré ninguna razón para compartir una foto de María canosa y arrugada.
En cambio, todo los hombres compartieron la suya. Mi hipótesis es que en los hombres, las canas y las arrugas dan caché. Los años le suman valor (social, superficial) al hombre, porque al hombre se le juzga tradicionalmente en función a cosas como su estatus, poder o sabiduría. Cosas que crecen con los años. La mujer tradicionalmente es evaluada, en cambio, en función a su juventud y belleza: cosas que se pierden con los años.
Aunque me choquen, estos criterios con los que se evalúa a mujeres y a hombres, son consecuencias de dinámicas orgánicas y evolutivas, no de una conspiración patriarcal. Este carácter orgánico no las justifica, ni las vuelve irremediables, pero a su luz sí sobra ponerme hablar de machismo. Por eso solo digo que me frustra y que es interesante.