Por Sergio Aguilar
El Joker es una película multicelebrada por las razones equivocadas
La primera gran cosa que debemos celebrar de la película es el retrato que hace de la familia Wayne. Ya era hora de dejar de lado la representación ingenua e infantil de un Thomas Wayne desinteresado por la ciudad (“es un modo de devolverle a la ciudad lo mucho que nos ha dado”, como dice en Batman Begins, la primera cinta de Nolan de 2005). Aquí vemos a un Thomas Wayne egoísta, grosero, cínico empresario que se comporta como lo que es, dueño de media ciudad. Su hijo, un pobre niño atrapado en su mansión, que ni siquiera puede hablar o resistirse al payaso que lo acosa del otro lado de la burbuja de la que vive.
Joker es Arthur Fleck, un empleado de clase baja que apenas resiste los embates de la vida con su enferma madre. Tomará un disfraz de payaso para ejecutar una “venganza” contra el sistema, al asesinar a unos ejecutivos de Wall Street/Empresas Wayne. Esto desatará un “movimiento” de gente que, como él, está harta de vivir como esclavos, y que se expresa quemando autos y enfrentándose a la policía.
La ideología, como relato que trata de tapar la grieta en la sociedad, nos invita siempre a sobre-satanizar o sobre-santificar un hecho. Leer en el Joker a un mártir que “lucha contra la hipocresía de la sociedad” (como me tocó escuchar al terminar la función) es una lectura ideológica ingenua: lo que el Joker desencadena no es una petición articulada, no es un proyecto político, es una simple demostración individual catártica de furia que no nos lleva por sí sola a ningún lado.
Esta sobre-santificación y sobre-satanización que hace la ideología la podemos leer en las quejas y vítores que le echamos a las manifestaciones de hoy, como las de la lucha feminista. La sobre-satanización nos invita a leer la pintada de un monumento como la puerta abierta a la anarquía y al caos, preocupándonos por un monumento del que desconocemos su historia y poco nos interesó en el pasado.
Hay que leer esa satanización en la reacción del poder: tan que le dolió y se sintió vulnerable que el alcalde hizo un ridículo video donde se lamentaba de los hechos, y metió una denuncia a la fiscalía. Es claro que el golpe le dolió al contrincante y que está agachado recuperándose. Hay que darle un nuevo golpe que le duela, pero no el mismo, porque la lucha de calle poco puede hacer si no la acompaña un programa político de ejercicio del poder.
La sobre-santificación pretende hacer creer que pintar un monumento es el más duro golpe al sistema, el epítome de la revolución y la resistencia. Pero hay que ser claros y no ingenuos: pintar monumentos, quemar autos o ponerse bufandas no va a conseguir el cambio si no se acompaña del ejercicio del poder. Que estas acciones sean las manifestaciones de un programa político, y sean lo primero de lo que se desprenda con tal de salvar a ese programa político. Creer que uno puede manifestarse sin el programa es llevar esa manifestación a una catarsis egoísta sin efectos colectivos.
No entender esto es caer en el mismo error del Joker, la razón por la que la película cae en la ideología Hollywood más perversa, porque nos hace regocijarnos en una imposibilidad: estamos tan esclavizados que nos es imposible siquiera imaginar, o soñar, con las condiciones de posibilidad del escape.