Por: Mario Barghomz
Carlos Marx (1818-1883), el filósofo comunista alemán, promotor del Socialismo y del que después Vladimir Lenin tomaría su pensamiento para luchar desde esta perspectiva, por el derrocamiento del poder imperial de la tradición rusa zarista y la revolución de su país en 1917, logró que el mundo se tambaleara durante casi ochenta años ante la perspectiva de un cambio económico y social, cultural y religioso: el Comunismo.
En 1844 y en un periódico, el “Deutsch-Franzosischen” que él mismo editaba, Carlos Marx escribió: “La religión es el opio del pueblo”, refiriéndose por analogía a la droga oriental y a la dependencia por parte de los adictos a ella. El texto entero donde se encuentra la referencia y que por mucho tiempo no fue del dominio público por la ausencia de traducción a otras lenguas no alemanas, dice: “La miseria religiosa es a la vez la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma. Es el opio del pueblo”.
El texto en sí mismo es muy literario y poético, y más profundo y dialéctico que la falta de juicio, inteligencia y criterio, por parte de la iglesia, con que se le juzgó en su tiempo, satanizando sus palabras y desviando su sentido. Naturalmente era un tiempo en que la iglesia, todavía del siglo XIX, ejercía un poder total sobre sus creyentes, y no fue bienvenida esta comparación que Marx hacía de las atribuciones del dogma cristiano con los efectos de la droga.
La iglesia por supuesto, como ahora, delimitaba un comportamiento social entre aquello que podía o no hacerse, o lo que podía o no sentirse. Asumiendo que toda acción humana dentro de este canon era bueno, y todo lo que estuviera fuera de ella (de la iglesia y del dogma), era pecado, inmoral e indebido. Lo cierto es que Marx no se equivocaba; la iglesia por mucho tiempo marcó el estándar moral humano, separando aquello que era malo de lo que era bueno. Pero de antemano también sabemos que ese era su papel desde su nacimiento en el Siglo IV bajo el amparo de Constantino y en ausencia de otra panacea moral.
Debemos entonces suponer que lo grave no estaba en sus atribuciones, sino en sus excesos por lo que se proclamó la Revolución Rusa de 1917 y antes la Revolución Francesa de 1789 cuyas consignas limitaban y excluían el poder real y eclesiástico de monarcas y obispos perversos. En México esta fractura se dio con las leyes de reforma de 1857 en donde el Estado se separó tajantemente del poder y la influencia de una iglesia ampliamente rapaz y ladina.
Lo que Marx quería si atendemos la Historia no era entonces nada nuevo, sino lo mismo que plantearon y buscaron los franceses ilustrados con su Revolución y los mexicanos con las Leyes de Reforma, devolverle la dignidad al pueblo sacándolo de su miseria y sumisión. Su problema fue que al señalarlo lo hizo de una manera que desplantaba cualquier credo para plantar en su lugar un alias: el suyo propio; otro dogma, otro opio igual de adictivo, controlador y castrante. Porque más tarde el Comunismo se convertiría en el templo de los socialistas, en su bandera y su credo, en su religión absoluta, en su droga y paradigma. Nada más lejos del alma que una lucha obstinada por una creencia ciega y sorda que se alzaba sobre la libertad y soberanía de la naturaleza misma del espíritu humano.
Pero hoy la droga no es ni la religión ni el comunismo si atendemos las palabras de Marx. Hoy la adicción actual es la “nomofobia” (no-mobile-phone-phobia); miedo irracional a estar sin el teléfono celular. El sistema límbico de los nomófobos se ha vuelto dependiente de este placebo que bloquea su capacidad de pensar, estimulando su deseo y su miedo a la abstinencia. Resulta altamente significativo y a la vez irónico que para el uso de un teléfono inteligente no es la inteligencia la que permite que un nomófobo se drogue, sino su estupidez.
Este nuevo opio, como dice Marx: se ha convertido en ese suspiro de la criatura oprimida, sentimiento de un mundo sin corazón…