Enrique Vera
El éxito de una serie de televisión como producto cultural revela el humor de una época, de un momento particular en la historia y tiene la capacidad de instalar un sentido común nuevo, valores, actitudes e incluso formar o cambiar una opinión a través de la identificación entre el público y los personajes representados en la ficción.
El estreno de la segunda temporada de Euphoria ha generado un diálogo intergeneracional, principalmente entre los miembros de la generación Millenial y Z (sin excluir a generaciones más adultas que la miran con una actitud voyerista), desatando un sinfín de comentarios, publicaciones, teorías y discusiones en redes sociales aunado al acierto de HBO Max de jugar con la expectación de los televidentes y dosificar un episodio nuevo cada domingo.
Uno de los factores que explican el éxito de Euphoria es que a diferencia de otras series juveniles que utilizan el desnudo fácil y la intriga-comedia ramplona casi estudiantil- véase el caso Élite- la serie se potencia, adquiere fuerza, por medio del drama interior que viven sus personajes a través del recurso Scorsesiano de la voz en off (El personaje de Zendaya narrando la historia) para introducir al espectador en la psicología de los personajes tanto en sus ideas y comportamientos, pero sobre todo, en la complejidad de sus emociones y sentimientos.
Euphoria es una serie excesiva, hiperbólica, oscura, desmesurada; es una montaña rusa de emociones y ansiedades cargadas de glitter que se acompasan con un gran diseño de fotografía y repertorio musical.
El audiovisual de HBO Max no sólo nos habla de los jóvenes, conecta con los jóvenes- y con los adultos que alguna vez fueron jóvenes- porque pone en la palestra los temas, inquietudes, humores y preocupaciones presentes de una generación llena de incertidumbre: la falta de perspectivas en un mundo cada vez más inverosímil, el abuso de sustancias, las imposiciones socioculturales, las exigencias del mundo virtual, las redes sociales y el culto a la imagen que destilan una idea de felicidad compulsiva y enloquecida.
Euphoria también nos habla de las identidades de género no sólo desde la representación sino desde la reflexión interna de cómo un joven, y en última instancia una persona, vive y expresa su sexualidad. Pero lo más interesante, sin duda, es la capacidad de Sam Levinson- a través de una gran habilidad para construir diálogos que fungen como una suerte de aforismos y sentencias- para mostrarnos las ambivalencias de los vínculos humanos: una amplia gama de colores entre la búsqueda de encuentro, amor incondicional, intimidad, pertenencia y sus consiguientes perversiones: codependencia emocional, violencia emocional, abuso, adicción emocional. Luz y sombra de fuerzas que no son excluyentes. Una mirada inteligente que pone a medio camino entre el innato deseo de ser visto, ser parte de algo, salir de uno mismo y la compulsión de no escapar de aquello que te hace daño. Lograr todo eso como realizador es digno de reconocimiento.
Todo producto cultural destila ideología y política en tanto que quienes construyen las historias forman parte de un contexto sociocultural. Uno no puede disociar Euphoria de la falta de capacidad que están teniendo las democracias liberales para darle certezas a una generación joven que está sintomatizando estrés y agotamiento psicológico producto de la precariedad laboral; aumentos en trastornos mentales, abuso de fármacos y drogas, suicidios, lesiones auto infligida, y la normalización de discursos que odio que son caldo de cultivo para toda clase de agresiones.
Pero recordemos siempre que el crimen no es perfecto. Y aún en la desesperanza imperante, se forman grietas donde las series, las películas, los libros, el arte, el encuentro con un amigo, los abrazos con nuestros seres queridos, las risas compartidas son el motor de una insurgencia contra la tristeza, la soledad moral y la desesperanza.
Es todo esto lo que nos hace levantarnos todos los días de la cama, reconocernos en el espejo y pensar-hacer otro mundo; mejor y más digno.