Decir que soy libre

Mario Barghomz
mbarghomz2012@hotmail.com

Decir que soy libre para hacer lo que me plazca, aquello que más se me antoje o lo que yo quiera y me venga en gana, parece estar bien; pero sólo en el aspecto de placer epicúreo (hedonista) que anula el sentido de una responsabilidad mayor, la del deber mismo del Ser en aquello que más allá de su naturaleza le permite ser consciente del equilibrio y objetivo de su libertad.

Decir que soy libre (cuando se es aún joven) para que nadie me venga a decir qué hacer con mi vida, porque soy yo (y sólo yo) quien decide eso; parece bien, pero invalida la experiencia aún ausente y la relación propia de aquellos que están para orientarme y conducir mi actitud aún irracional.

Y lo mismo pasa con la libertad de los ya mayores (60-70 años) que por tener tal edad (y quién sabe si la suficiente conciencia y madurez) creen también que son libres ya de vivir como sea, de levantarse cuando quieran, de ver televisión todo el día (o durante toda o buena parte de la madrugada), de no apreciar un buen orden que valga ni en su vida ni en su entorno, o luego de la jubilación (si es el caso) ser un vago perezoso o un bueno para nada.

Decir que somos libres no nos libra de la “conciencia de Ser”, de saber que estamos “aquí y ahora” o de tener memoria del pasado y una percepción prevista del futuro. Ser joven o mayor son sólo dos estados del Ser por los que todo ser humano regularmente atraviesa en el transcurrir del tiempo antes de morir. La única excepción es la muerte temprana.

Ser joven sólo significa estar aún ausente de experiencia y madurez, de suficiente juicio y criterio, cultura y conocimiento para percibir el mundo de manera menos equivocada y más sensata. La juventud es sólo el paso intermedio entre la infancia y la madurez. Steve Jobs era sarcástico cuando se refería a ellos como “capullos” aún por crecer, por saber y por entender. ¿Por qué entonces el cliché del desmedido aprecio por la juventud?

La libertad juvenil suele ser arrebatada y licenciosa, ansiosa y pasional; libertad regularmente sin razonamiento (no está aún pleno en su cerebro) o juicio sin mayor previsión. Pero la libertad del adulto tampoco es siempre la que debería esperarse de él, ya que una enfermedad orgánica o neurológica suelen entorpecer el pensamiento o dejarlo sin la salud suficiente para actuar y pensar adecuadamente.

Un viejo que sólo está cansado, temeroso o sólo quiere dormir; no es libre. La ociosidad no se relaciona con la libertad. Para ser mayor hay que saber serlo, asumir que con la vida se aprendió y se viven ahora días plenos de honor y dignidad. De no ser así, entonces sí; la vejez es más una pena que un honor.

Decir que soy libre tiene que ver menos con la lengua y más con la conciencia. La libre expresión, por ejemplo, se ve más en el semblante del rostro, la gestualidad, en los actos y movimientos del cuerpo, que en todo aquello que la impotencia y la incapacidad real de ser, se evade o se oculta tras lo que sólo se dice (o se grita a veces).

Decir que soy libre tiene que ver más con el “sensus” (sentido) que con el viejo concepto de la esclavitud. Hoy el “ser esclavo” implica ser esclavo de sí mismo, de ideas, ideologías impuestas, paradigmas, modas, hábitos, costumbres, miedos, culpas y todo aquello que nos impida ser más conscientes de nosotros mismos; de lo que realmente somos y percibimos del mundo y nuestro propio organismo.

Una enfermedad no bien atendida nos esclavizará, por ejemplo; a la cama, a la medicina, al ir y venir de una clínica, a la queja y la debilidad constantes. Vivir en el entorno de una mala relación también será esclavizante, así se trate de hijos y padres, cónyuges o un simple noviazgo, un amigo demandante o un patrón arbitrario. En todos los casos la ausencia de libertad creará más una víctima que una persona en gozo y plenitud; libre para expresarse, amar y ser amada, libre para comprender, atender y ser comprendida. Libre para ser quien es ante el otro, los demás y ante sí misma.

Decir que soy libre es decir… ¡yo soy!