Carlos Hornelas
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No son buenos tiempos para la democracia ni en Estados Unidos ni en México. Si al inicio del año una sombra de duda y traición se posaba sobre la efigie de Trump, quien peleaba por su supuesto fraude en las urnas y que era acusado por la toma del Capitolio, ahora el firmamento se ha despejado y en el último mes se hace más fuerte la idea de que pueda regresar a la presidencia para un nuevo período en 2024.
Las cosas han cambiado desde entonces. Se ha hecho de aliados que antes estaban diseminados en varios flancos y los ha reunido en un frente común. El partido republicano, quiera o no, gira en torno a su figura y a través de su persona se empiezan a delinear estrategias y caminos a seguir. Trump le empieza a dar cohesión a un movimiento que empieza a integrar al resto del partido republicano.
Mientras en México, Morena, el instituto político al cual pertenece el presidente, o viceversa, gira en torno a López Obrador como factor de integración de las diversas tribus que solamente tienen en común al primer mandatario, quien sigue concitando la aprobación popular, aunque cada vez menos.
Trump espera la tormenta perfecta en la cual pueda, de alguna manera aumentar su margen de maniobra en ambas cámaras del Congreso y poder imponer su voluntad al poder legislativo. Se vislumbra que nuevamente tratará de restaurar aquello que ha sido trastocado por Biden, a fin de dejar las cosas como originalmente las había “arreglado”.
Amlo se ha propuesto enmendar la plana de sus antecesores y muy humildemente ha denominado a su período “la 4ª transformación” de México, en la cual sentará las bases de un nuevo régimen que terminará con el período neoliberal en nuestro país.
El aparente vacío de nuevos contrincantes que puedan ser los adversarios de Trump se hace más evidente cuando se advierte el incremento de sus partidarios en los últimos meses y la presidencia gris de Biden. Pareciera que el terreno se acomoda para que el regreso favorezca una narrativa que lo dibuje como salvador de las circunstancias actuales.
En México, el tiempo de las campañas presidenciales no ha iniciado formalmente como lo estipula la ley, sin embargo, el presidente juega al “tapado” llamando a los aspirantes “corcholatas” a quienes “destapa” y les hace el juego. Abiertamente hacen actividades proselitistas con el beneplácito del primer mandatario, aunque esto haya sido motivo de crítica hacia los “gobiernos neoliberales”.
Más allá de éste primer círculo, no se siente mayor actividad política. Los partidos no enfilan a ningún candidato y no existe todavía ninguna figura que haga contrapeso al Presidente.
Mientras Trump sigue con su cantaleta de que pudieron haberle robado la elección, López Obrador quiere una reforma electoral en la cual el órgano que dictó su triunfo en las urnas, el INE, desaparezca de la faz de la Tierra.
Trump ha construido un concepto que ha configurado la mediosfera desde su aparición: el de Fake News, dejando en claro que hay medios buenos y medios malos. Ha minado la confianza en la prensa y le ha dado cabida a medios de dudosa reputación como fuente de información que presenta como “alternativa” al mainstream.
López Obrador condena a la prensa mexicana a través de sus miércoles de lo que llama “quién es quien en las mentiras”. Toma el aparato estatal de comunicación social y desde su posición como primer mandatario pontifica sobre cómo deben trabajar los periodistas, la vida privada de algunos reporteros o simplemente utiliza el tiempo pagado por los contribuyentes para que escuchemos a sus cantantes predilectos en lo que debería ser una comparecencia de rendición de cuentas.
Si no hay más opciones políticas, si se captura las cámaras se deteriora la confianza en el sistema electoral y se mina a la prensa ¿qué queda de la democracia?