Mario Barghomz
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Llamamos bello a todo aquello que nos conmueve, que nos asombra. Como humanos solemos coincidir (aunque no siempre) en aquello que posee belleza. Y lo bello –dice Platón- siempre es justo, agradable y bueno.
Pero pensemos en una obra de arte donde lo absoluto de lo bello (simetría, armonía, contenido, cadencia, forma…) se pierde ante el pensamiento subjetivo, es decir, la percepción relativa de un sujeto. Aunque sin embargo, argumenta también Platón, lo bello en sí mismo siempre será bello, aún ante los ojos y la sensación particular de un observador. En este sentido, lo doy como ejemplo; el Amor siempre será bello (agradable y bueno) a pesar a veces de su efecto de tristeza o de dolor que en ocasiones suele provocar subjetivamente.
Pero también la belleza (me refiero a cómo la vemos) ha evolucionado con el tiempo. De otra manera ni Goya, ni Van Gogh, ni Picasso, ni Munch, ni todos o muchos de los artistas a partir del movimiento Impresionista; estarían tan valorados o serían tan apreciados (Manet, Monet, Cézanne, Lautrec…). Y el valor de lo bello también en nuestros tiempos sigue reinterpretándose.
El concepto artístico que obedecía al canon griego para valorar una obra de arte, y que se reafirmó en la Ilustración Francesa, continuando así también en el Romanticismo Alemán; habría de cambiar a finales del siglo XIX con la irrupción del Impresionismo y el Expresionismo, pero más aún con todas las corrientes modernas del siglo XX, donde el arte dejó de ser (y valer) lo que era, para ser lo que tenemos ahora… ¿Pero qué tenemos?
Quizá esta sea una buena pregunta para indagar nuevamente acerca del concepto de lo bello. Naturalmente ni los griegos (ni clásicos ni helenistas) ni los renacentistas (Leonardo, Rafael, Miguel Ángel) tenían este problema. Ellos tenían un canon que obedecía perfectamente a la matemática (la música, la escultura, la arquitectura), la armonía y el equilibrio. Aquello que quedaba claro que a los ojos de cualquier observador, o los oídos en el caso de la música, o el buen juicio sobre el tempo-ritmo de una obra de teatro; ¡era absolutamente bello!
Los valores de ahora, tanto de lo bello como de lo estético, son diferentes. Obedecen más bien –como dice Ortega y Gasset- a nuestro propio tiempo y circunstancia. Sin embargo; hay algo que la belleza, la de antes y la de ahora, jamás perderá: ¡su esencia! Y es que lo esencial –como escribió Antoine de Exupéry- es invisible a los ojos. Y el de Exupéry es el mismo argumento de Platón; la belleza está en la idea (en la idea de lo bello), es decir: ¡en el alma!
Pero hay almas, seamos también sinceros, de muy mal gusto y género. Como la de Midas en el mito griego que elogió más la música trivial y primitiva de Pan que el sonido celestial y sublime de la música de Apolo. Por lo que luego el mismo dios (Apolo, dios supremo de la música) lo castigo haciendo que sus orejas humanas se convirtieran en orejas de burro y así viviera la vergüenza de su mal gusto.
Y es que los asnos no saben de música, ni mucho menos de otras virtudes y valores en el arte de lo bello. Y aunque la belleza es otra y no la misma desde aquel tiempo de los mitos, el arte griego y romano o el de los renacentistas de la Época Isabelina; ésta sigue aquí como esencia de todo lo que nos sigue asombrando; un color, una forma, el sonido del silencio mismo que nos acerca al rumor del viento y la omnipresencia del cielo, la delicadeza de una caricia, la hermosura de una palabra, el sentimiento sublime del amor o el afecto por todo aquello que nos hace sentir plenos.
La belleza natural de una tarde o la mañana, de una mirada como aquella de Romeo cuando vio por primera vez a Julieta, de todo acto de compasión y nuestra misma relación de bienestar con la belleza de la vida.
¡Esto y no otra cosa es la Belleza!