Una filosofía de la soledad

Mario Barghomz
mbarghomz2012@hotmail.com

Hay ocasiones en que hay que aprender a estar solos, saber cómo estar solos. En los últimos tiempos de nuestra vida contemporánea se ha estigmatizado mucho a la soledad como algo poco recomendable y saludable. Y si bien son ciertas las patologías derivadas de la falta de compañía, también es cierto que un poco de buena soledad nos reconfortará en la paz y la tranquilidad.

Una persona que no sabe estar sola (que no ha aprendido a hacerlo), será poco capaz de vivir sin dependencia, sin autosuficiencia, además de la incapacidad que desarrollará para la reflexión. El saber estar “consigo mismo” será suficiente a veces para sentirnos más plenos y relajados, que derivará también, más tarde, en un alto grado de autoestima.

Sin embargo, no hay que confundir la soledad con el aislamiento antisocial que es el principal ingrediente de las actitudes sociópatas. El apartarse ocasionalmente de los demás como estrategia de meditación y descanso, debe ser siempre una virtud.

La soledad bien entendida siempre será el espacio personal (la intimidad); ese que siempre es necesario para evitar el ahogo y la asfixia psicológica que terminan por minar nuestra vida. Estar solo no sólo permitirá el buen descanso, sino la salud del cuerpo, sobre todo la de nuestro bienestar emocional. Tanto la meditación como la reflexión son producto de una soledad recomendable.

Sin embargo, tampoco se trata de que la soledad invada nuestro espacio personal. Siempre será necesaria la buena compañía en nuestras vidas, ya que por naturaleza somos criaturas sociales -dice Aristóteles-. Nacimos para estar junto a los demás. No dejemos que nuestro espacio personal se convierta en una prisión depresiva y melancólica. Éste debe ser un santuario de búsqueda, reflexión, meditación y recogimiento.

La investigación científica habla de que las personas solas tienden a vivir menos (las viudas, las solteras, las divorciadas…). Además de que la soledad (no constructiva ni instructiva) puede convertir a una persona en hostil y amargada.

Demasiada soledad no es buena ni para el alma ni para el cuerpo. Son las almas solas las que sufren más. Quizá por ello que se hable a veces de “almas en pena” o de almas perdidas y desoladas.

Hoy, la nueva tecnología de los smartphones y la tv, sobre todo han hecho de la soledad una adicción. Los adictos han dejado de tener un mejor contacto personal con los demás, aislándose como refugiados y miserables frente a sus pantallas. Al parecer la tecnología, aparentemente necesaria, se ha convertido en el peor tirano de sus vidas.

Mirar demasiada televisión o vivir constantemente “agachados” frente al celular; definen la poca calidad de personas antisociales que han olvidado o desaprendido a relacionarse mejor con los demás. Son jóvenes o adultos que ya poco o nunca miran hacia el frente, al mismo tiempo que su adicción ha hecho que sus espaldas se encorven como cuasimodos incapaces de mantenerse erguidas.

Soledad y adicción se entremezclan para crear entes amorfos que recurren a la necesidad de un estupefaciente o de una herramienta que en lugar de ayudar o eliminar su desamparo, lo hace crecer miserablemente.

Y si el estar solo es una elección, también es una desgracia. El paliativo o placebo de acompañarse de una mascota (gato, perro, boa, conejo, hámster…) no sustituye la presencia humana. En Japón (Tokio) la soledad tiende a evitarse acudiendo a restaurantes donde gente sola come acompañado de un muñeco o un peluche, o de gatos que también acompañan a los solitarios mientras comen.

El extremo de sentirse solo en el país asiático, es el permiso del solitario para alquilar una compañía o una “novia” que se rentará por unas horas o el día entero.

La ironía de mi ejemplo, es que Tokio es una de las ciudades más pobladas del planeta. No es entonces la gente la que remediará la desgracia de los solitarios; sino su corazón mismo, su alma y su mente que definirán su situación ante el mundo.