La belleza

Mario Barghomz
mbarghomz2012@hotmail.com

En la vida todos necesitamos de la belleza. No de la belleza de un cuadro o de una escultura, de una pieza de danza o de una obra musical, sino de la belleza de la vida misma; de la belleza de Dios y el cielo, de lo bello de un atardecer en la playa o cuando despunta el sol sobre las montañas. De la belleza de los niños mientras juegan, de la gente buena cuando nos sonríe.

Hay a quienes les gusta la belleza de la lluvia (como en mi caso) o el olor que desprende el agua al tocar la tierra o las flores. A todos nos gusta, sin duda, la belleza de los actos sublimes, que una gente ayude a otra (los tibetanos le llaman compasión). Nos gusta lo bello de un rostro o de un cuerpo, de las palabras cuando son de motivación o de halago.

Una de las cosas más bellas es cuando nos dicen que nos aman, cuando nos abrazan o sentimos las caricias de a quien nosotros amamos. Es bello tener esperanza, sentir entusiasmo, sentirnos bien y contar con los otros, levantarnos bien por la mañana luego de haber tenido una noche, como se dice coloquialmente: ¡divina!

Si miramos bien; la belleza del mundo es extraordinaria: los bosques, las playas, el mar, los valles (los fiordos daneses), las montañas (los Alpes). La belleza misma de la vida cuando nos permite disfrutar de una buena familia (o de aspirar a ella), del amor de una buena pareja, el amor de los padres o los hijos, de los buenos amigos. Los que ya tenemos nietos; sabemos de la belleza extraordinaria que hay en convivir con ellos.

Y la belleza de la vida no tiene parámetro, hacer un viaje o lo que uno más quiere: tocar un instrumento, pintar, bailar, enseñarse a cocinar o a ser jardinero. A mí me gusta leer y escribir, hacer lo que hago; ser filósofo y ejercer la psicoterapia, o regularmente pensar en convertirme también en doctor en neurociencia. Eso, naturalmente, me haría viajar al extranjero. Es bello pensar en ello.

El simple hecho de que nos guste nuestra vida es algo bello. Que no nos parezca es algo feo. Que tengamos una buena salud es algo maravilloso. Que no sea así, es muy lamentable. Pero tener una buena vida, que nos parezca justa y bella, será siempre algo -como dice Jean Paul Sartré- que dependa de nosotros.

Quien desperdicia su vida en quejas (por lo que sea), enfado, desprecio, preocupación, odio, resentimiento, y ocupando buena parte de su tiempo para juzgar siempre a los demás; nunca tendrá la paz que dice estar buscando, ni la salud ni el bienestar que pelea en el campo de batalla de sus propias emociones.

Lo bello de una persona está en ella misma (no en su corbata, su vestido o su apellido), en su manera de ser y comportarse, en su empatía (y no su desdén) con los otros, en su actitud y su buen temperamento (que regularmente la gente confunde con el carácter), en la atención, su amabilidad y su buen juicio.

La belleza humana también está en el acto de la creación misma, en la persona física y espiritual que Dios nos permite, en su armonía y equilibrio, en su relación con el mundo y la naturaleza que actúa a través de nuestros sentidos; lo que vemos, lo que olemos, lo que oímos, lo que comemos o tocamos. Como humanos (y dentro del mito de la creación); somos la parte última que Dios creó con la perfección misma de su imagen y semejanza. Así lo pintó Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.

Somos la obra de arte de un Dios que nos quiere y siempre está con nosotros. Somos la belleza de su creación divina.

Y no se trata de creer o no en ello, hay una cuestión metafísica de por medio. Sino de mantener la belleza de la fe, de nosotros mismos y de nuestra relación con el mundo. Platón llamaba bello a la bondad y la sabiduría de Sócrates. 

¡Y ese, por mucho, debería ser nuestro ejemplo!