Carlos Hornelas
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Desde la formación de internet dos grupos antagónicos se consolidaron: aquellos que están a favor de que la red de redes debería centralizarse para controlarse y aquellos que piensan que es mejor dejarla en estado silvestre, con una relativa autonomía y totalmente descentralizada.
Estas posiciones han encontrado nuevas versiones con la llegada de la IA, así como de otras innovaciones en la infraestructura de la tecnología de la información que hemos adoptado en nuestra vida cotidiana, como lo es el internet de las cosas (IOT) o los modelos de lenguaje predictivo como ChatGPT.
Parece haber una especie de disyuntiva entre los que en última instancia abogan por el progreso y la tecnología y en el otro extremo los que lo hacen por la democracia y los derechos humanos.
El siglo XXI fue asaltado por cinco compañías multinacionales cuyo poder económico, político y social se basa fundamentalmente en la información: Amazon, Apple, Microsoft, Google y Meta (antes Facebook). Dicha información, activo indispensable para su posición preponderante, no es aquella que obtienen por contar con la primicia confidencial de sus relaciones públicas o sus contactos, pero tampoco por el espionaje industrial: la mina de oro que crece exponencialmente cada segundo (sin exageración) es el procesamiento de nuestros datos personales.
Algunos de estos datos los hemos proporcionado de manera voluntaria, por ejemplo, cuando subimos contenido a Facebook o a Instagram, cuando publicamos en TikTok o en X (antes Twitter), pero hay otra serie que, aunque no seamos conscientes de su importancia, ayudan a obtener patrones específicos de nuestra personalidad, hábitos, poder adquisitivo, escolaridad y otros más en una escala inimaginable para nosotros como individuos.
La información personal revelada es útil cuando se piensa como si se tratase de un punto en un cuadro, o mejor, de un pixel en una fotografía. En solitario parece ser insignificante, pero cuando entra en relación con otros, a cierta distancia, los patrones configuran formas que se revelan a nuestros ojos como imágenes fotográficas, como la experiencia de la sucesión de puntos en los cuadros de Manet, que descubren formas multicolores distinguibles solo a cierta distancia, cuando se consideran como parte de una estructura.
Las compañías de datos pueden saber en qué zonas de la ciudad se concentra el parque vehicular a determinada hora del día, saben cuántas personas toman el transporte público diariamente y desde dónde se trasladan, por ejemplo. Y pueden saberlo en tiempo real. Es más, pueden predecir cómo estará el tránsito del día siguiente basados en el cúmulo de datos que diario se recolecta a través de nuestra interacción con las diversas plataformas con las que nos conectamos y que robustece sus modelos predictivos, sin ninguna retribución para nosotros.
Solo dichas compañías conocen la cantidad y calidad de información que tienen de cada uno de nosotros, así como en conjunto pueden dar cuenta de patrones y perfiles para su propio beneficio y en algunos casos en detrimento de nuestros derechos como ciudadanos, consumidores, usuarios de seguros, beneficiarios de una beca o candidatos a una visa. Nosotros en cambio solamente conocemos lo que nos dejan ver, de aquello que nos dispensan como dádiva. Un ejemplo es el mismo ChatGPT del cual ignoramos el origen de la información que nos brinda.
Toda tecnología puede ser usada para cualquier fin, pero ahora que se acercan las elecciones en EEUU y en México ¿Qué sería conocer dónde están los electores más miserables para ganarlos con promesas específicas sobre sus necesidades y obtener su voto?