Carlos Hornelas
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En pleno siglo XXI, en el cual se acusa la desinformación, los fake news y el contenido cada vez más banal de algunos medios de comunicación, hay un fenómeno que empieza a sonar bastante en las columnas de opinión en EEUU desde hace un par de años.
De manera silenciosa y apartado de los reflectores, en la llamada tierra de los libres y hogar de los valientes, se ha iniciado un proceso sistemático y progresivo de censura a niveles nunca vistos.
A iniciativa de asociaciones de padres de familia, quienes se habían quejado de las lecturas contenidas en programas de estudio, así como a las que sus hijos tenían acceso en las bibliotecas públicas, se ha logrado aprobar en diversos Estados de la Unión Americana, leyes que establecen el retiro de volúmenes físicos de bibliotecas, así como la prohibición expresa de abordar temas en distintos niveles de educación.
En la mayoría de dichas legislaciones se prohíben contenidos que promueven la promoción o inclusión de cuestiones relativas a la sexualidad y a la raza.
En este sentido, y con base en el último informe de la Asociación de Bibliotecas en EEUU, se emitieron más de 2,500 prohibiciones de distintos títulos en 32 estados de los 50 que conforman la Unión.
Algunas de las obras prohibidas son “Matar a un ruiseñor”, de Harper Lee, aunque también están retirando a Mark Twain, Toni Morrison, Walt Whitman, entre otros. En Tenesse en las clases de arte se ha desechado a Frida Kalho y a Andy Warhol.
El condado de Llano en Texas ha decidido cerrar sus bibliotecas por completo para impedir el acceso a ciertos libros, dado que algunas normativas contemplan la pena de prisión en caso de infringir las disposiciones ahora vigentes.
La cultura de la cancelación, propia de las redes sociales, que gustan de erigirse en autoridades morales que sancionan contenidos y formas de pensar, ha llegado a la política norteamericana y se ha establecido como Tribunal de lo que se puede y no leer a partir de su propia visión del mundo.
Lejos del espíritu libertario que dejaría en circulación todo tipo de contenidos para que el público forme su propio criterio y se informe a partir del contraste de fuentes opuestas ideológicamente, la ola de prohibición literaria ha decidido qué contenidos son perniciosos y cuáles no merecen un lugar en las estanterías de las bibliotecas públicas, supuestamente en protección del público infantil que puede contaminarse con la ideología de dichas obras.
No se trata de que se obligue a quien sea a leer ningún libro, sobre todo a quienes difieran de ciertos valores contenidos en las obras, aunque en algunos casos resulten anacrónicas, pero tampoco es justo que aquellos que quieran consultar su contenido o cotejar sus creencias contra aquello que encuentren deleznable o pernicioso, puedan hacerlo.
La actualidad de esta censura creciente me recuerda cómo funcionan las cámaras de eco en las redes sociales que a veces de manera irracional abanderan causas supuestamente desde una posición más informada o paternalista y buscan editorializar todos los aspectos de la vida cotidiana, lo cual resulta en la polarización de quienes son asiduos usuarios de estas redes sociales que refuerzan los vínculos de sus parroquianos y correligionarios y promueven la cancelación y la eliminación de quienes piensan diferente.
Asimismo, me recuerda la polémica sobre los libros de texto gratuitos. Podemos estar o no de acuerdo con los contenidos y hacer válida nuestra opinión ante cualquiera. Pero también, y hablo como padre de familia, no dejar toda la educación y formación de los hijos ni a los libros ni a la escuela de manera exclusiva, sino asumir la responsabilidad propia en la formación del hijo propio y del probo ciudadano.