Mario Barghomz
mbarghomz2012@hotmail.com
Mucha literatura barata (¡docenas de libros!), mucho ardid publicitario (engaños, mentiras, falacias…) y la ingenuidad de quienes esperan que así suceda. Todos los días hay quienes se dedican a vendernos la idea (la mentira) de que, si seguimos ciertos pasos, ciertas dietas, y hasta ciertos rituales de comportamiento; lograremos llegar a ser viejos y felices.
Y la cantidad de años importa, pero la calidad conque se vivan, importa mucho más. ¿Pero de qué dependerá realmente que logremos cumplir cierta cantidad de años sin lamentarlo? Porque ya de antemano al prejuicio no le gusta que le digan viejo. Como si la vejez fuera vergonzosa o lamentable.
Lo cierto es que no hay una explicación que valga lo suficiente para indicarnos qué hacer y cómo sin lamentar las consecuencias. La vida es compleja e incierta, y depende de tantos factores y variables como la cabeza de cada uno en el planeta (7,900 millones). Quizá podrían ser genes o suerte, pero no el destino sin rumbo ni fortuna (me refiero al espíritu).
Cada cabeza es un mundo (el mundo de la persona racional) y cada cuerpo también (el mundo de lo sensitivo). Y bajo este parámetro, lo que a unos les hace bien, a otros no tanto. Aunque a muchos no les guste lo relativo, a menos que hablemos de la esencia misma de nuestras células depositadas en cada uno de nuestros cromosomas, y que nos dan la misma y compleja identidad humana. Es en este único sentido, donde todos, como humanos, somos iguales. En lo demás; color, estatura, talle, fisonomía, lengua… ¡somos tan distintos!
Pero no todos, ni iguales ni diferentes, viviremos cien años. Y si lo hacemos, no todos llegaremos bien. La mayoría, si llega, lo hará muy maltratada o muy enferma. Y no se trata de comer más lechugas y manzanas, de atiborrar el cuerpo sólo de semillas evitando comer todo lo que tenga ojos; sino de balancear no sólo el alimento, sino todo aquello (ejercicio, entorno, ambiente, descanso…) que tenga que ver con nuestra vida.
Llevar una buena vida dependerá asimismo del sentido común de la persona, de su sensatez y su buen juicio, del aspecto espiritual que muchos confunden con la fe religiosa, de su inteligencia emocional que le permitirá valorar todo lo que tenga que ver con sus emociones y sentimientos, del grado de su empatía con el entorno inmediato, y por supuesto de su capacidad intelectiva (su inteligencia), de la consciencia (y conciencia) de sí mismo.
Quien no se conoce a sí mismo (como ya había argumentado Sócrates), con el tiempo será difícil que se comprenda, que entienda qué le pasa o por qué le pasa. La vida buena no aparece de pronto o por azar del destino, deviene de la sensatez de un hombre en equilibrio, entendido y sabio (diría también Sócrates).
Toda felicidad deviene de la fortuna (eudaimonía) que un hombre obtenga del bien mismo de su salud, su patrimonio, su hegemonía, su bienestar y su perspectiva más allá del día presente, su gozo y la tranquilidad de su alma. Si la vejez llega a bien con esto, entonces los años serán bienvenidos y no lamentables, así sean cien o ciento cuarenta (sonrío…).
La verdadera felicidad, más allá de toda falacia popular o académica; se siente en el alma, en la mente a la que se refería Platón y que hoy es el principal depósito de nuestra consciencia según la Neurociencia actual.
La felicidad no se ríe, y mucho menos a carcajadas, eso es puro júbilo a menos que sea locura como la del Joker. La felicidad, sobre todo la de los mayores, es pura serenidad, la consciencia de que se está bien y pleno.
La vejez, cuando es buena; ¡es pura plenitud!