Mario Barghomz
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“El tiempo no espera” -dice por ahí un viejo dicho-. Y suponemos que a lo que se refiere es a esa “ilusión de verlo pasar” como alguna vez sugirió Einstein. Porque el tiempo no pasa (esa es una falacia), sino nosotros en él.
Los años no son sino lo que nosotros contamos. Así que no es tan irónico que cada cultura en el mundo los cuente a su manera, de tal modo que para la cultura china estamos en el año 4722, para los judíos (la cultura hebrea) corre el año de 5784, para los árabes es el año de 1446, nosotros (la cultura occidental) los contamos a partir del Calendario Gregoriano, y otros modos y diversos métodos de contarlo que tienen las culturas tribales.
El tiempo, sin embargo, sucede; se ve en la edad de cada uno, en cada historia personal y social, en la relación que siempre hacemos con el pasado y en la lectura misma que de damos a nuestra naturaleza biológica; nacer, crecer, reproducirnos y morir.
En muchas ocasiones, sobre todo cuando nos hacemos mayores, parece que el pasado se aferra a nosotros. No quiere irse. Así, al parecer, el tiempo pasa y nosotros en él, pero siempre lo cargamos con la excusa de que muchas veces fue mejor que el presente… ¡Pura nostalgia!.
Es común en lo humano cuando somos niños o jóvenes, el tiempo siempre está por delante, pero con la edad, siempre aparece como una gran cola hacia atrás; le llamamos recuerdos y, buenos o malos, siempre están ahí, y los cargamos hasta la muerte. Y si el pasado edifica, también estorba y pesa como un lastre impidiendo que todo presente sea más ligero, y el futuro aparezca sólo como una utopía.
Con la edad, la mayoría siempre tienen algo que reclamarle a los nuevos tiempos, a las nuevas formas, maneras o estilos de vivir, a los cambios que les cuesta trabajo aceptar; la tecnología, el uso de nuevas herramientas, los nuevos modelos de comunicación y de aprendizaje que se ven enfrentados a la negación y nostalgia por el uso y costumbre de lo ya conocido. Como el libro de papel que sigue creando rituales de presentación, edición y ferias cada día más de snobs intemporales que de nuevos lectores, o el uso de la radio y la televisión convencionales que siguen siendo también parte de un ritual íntimo y primitivo en tiempos de una tecnología digital de última generación.
Pero sin duda no atravesamos aún el umbral de esta primera mitad del nuevo siglo que estamos viviendo, y menos aún entendemos del todo (¿cómo podríamos hacerlo?) la gran avanzada de todos los cambios del nuevo milenio. De hecho, hemos tenido que segmentar y especializar cada área del conocimiento humano. Sobre todo, el de la medicina, la educación y la ciencia. Definitivamente esta ya no es la época de Leonardo, de Goethe o Descartes donde un sólo hombre lo sabía y lo era todo.
Sin embargo, detenernos en el tiempo tampoco nos ayuda, pecar de ignorancia o necedad a la hora de vivir con más bienestar y solicitud el presente. Esta bien, es estar mejor ¡aquí y ahora! (no ayer o antes). Sin el lastre de un pasado que muchas veces sólo nos condena a la negación y el ostracismo.
Los nuevos tiempos implican nuevas rutas, nuevos modos y nuevas formas de asumir y vivir la vida. Aún los más jóvenes, quizá por falta de instrucción y educación, prefieren vivir dentro de una cultura de la nostalgia, de la repetición de los hábitos de sus padres, de las costumbres arraigadas en su persona. Sin embargo, por generación, están más cerca y siempre son más afines a los cambios que se presentan en el mundo, aunque éstos muchas veces se presenten de manera burda y bizarra como en el caso concreto de la música o la moda.
Estar a tono con los nuevos tiempos significa estar en sintonía, en armonía con la partitura de un mundo que ya no es el mismo, sino otro.