Carlos Hornelas
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Tanto en nuestro país como en EE.UU. el proceso electoral ya está en marcha. Independientemente de sus peculiaridades en esta edición, me parece que nos brinda una oportunidad para plantearnos algunas cosas que se han dado por sentadas y que creo que merecen una reflexión, aunque de momento no sea posible cambiarlas. Solo espero que la inercia de su existencia no haga que permanezcan como aspectos incuestionables de la naturaleza del proceso.
La primera de ellas tiene que ver con la participación política como símbolo de legitimidad para el ganador de la contienda. Como se sabe, la victoria de los candidatos a puestos de elección popular como el presidente, los gobernadores, los presidentes municipales, la mayor parte de los diputados y la mitad de los senadores se hace mediante el principio de mayoría relativa, es decir, quien obtenga el mayor número de votos.
No obstante, esta condición no admite el mínimo necesario para que pueda ser representativa, es decir, si en última instancia, como en 1976, nadie votara, a excepción de un solo candidato, y lo hiciera por él mismo, el resultado sería completamente válido y ocuparía la silla presidencial.
Lo cual puede ser cuestionable si uno lee el artículo 36 constitucional en su fracción III, que establece que es una obligación (no derecho) de los ciudadanos votar en las elecciones, consultas populares y procesos de revocación de mandato. Entonces, si es una obligación, ¿cómo es tan baja la participación en los comicios? Sí, como es tendencia, cada vez menos gente acude a las urnas, ¿se puede considerar legítimo un gobierno que obtenga el mayor número de votos, aunque fueran dos? ¿Qué porcentaje del padrón electoral se podría considerar representativo de la voluntad popular? ¿Cómo garantizar que los ciudadanos cumplan con esta obligación?
La segunda de ellas es el pluralismo político. Desde la reforma electoral de 1977, los resultados no le dan todo el pastel al ganador del proceso en lo que al Congreso se refiere. Ninguna de las Cámaras, ni la de diputados ni la de senadores puede terminar con mayoría absoluta. A fin de garantizar la diversidad de las fuerzas políticas en atención a los ciudadanos que representan, han sido reservados algunos escaños para la representación proporcional y los llamados plurinominales que se computan mediante fórmulas preestablecidas.
El principio que busca incluir otras voces en el debate es loable. No obstante, lo que es contrario a este baluarte, desde mi punto de vista, es que sean los partidos políticos y no los ciudadanos quienes decidan la prelación de las listas de quienes compondrán esa suerte de lotería, porque en definitiva y de acuerdo con los incentivos del “juego político” tienden a ser aquellos que son más afines con las dirigencias de los partidos en turno y quienes a la postre velarán más por los intereses de sus institutos políticos que los de los ciudadanos.
En lugar de que sean los partidos quienes den el visto bueno en las listas, ¿no deberíamos los ciudadanos votar, por ejemplo, entre algunas plantillas que nos presenten para democratizar más el proceso? Y por supuesto, están los más radicales que buscan eliminar estos espacios y con ello, restar la posibilidad de ese pluralismo necesario en ambas cámaras.
En este mismo sentido, la reelección tanto de senadores como de diputados está amarrada al beneplácito de los partidos políticos. Ni los resultados, en algunos casos insuficientes, ni la coordinación ciudadana, en algunos casos inexistente, cuentan para que se pueda extender su período. ¿No deberíamos también los ciudadanos ser quienes refrenden o no ese compromiso? Como se ve, todavía le falta mucho a nuestra “democracia”.