Otra vez los estudiantes revoltosos

Carlos Hornelas

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Desde hace un par de semanas, algunos grupos de estudiantes han organizado campamentos dentro de los campus universitarios, para protestar por el asedio de Israel sobre la franja de Gaza, que está por cumplir los siete meses. Tanto las empresas privadas, como el Estado, deben cesar su apoyo a Israel en un conflicto bélico marcado por la asimetría de la capacidad de fuego de los contendientes, alegan los universitarios.

La chispa inicial que prendió en la Universidad de Columbia en New York se replicó en Harvard, el MIT en Boston, en Stanford al otro lado de la costa, en la ciudad de Los Ángeles, así como la universidad de Austin en Texas.

Tras una primera detención de 100 manifestantes en Columbia, los arrestos han continuado hasta llegar a los 500 detenidos en las 60 universidades en las cuales los activistas han sido reprimidos por las fuerzas del orden.

Incluso, allende el océano atlántico, en Francia, un grupo estudiantil tomó las instalaciones de Sciences Po en Paris, en exigencia de emitir una condena internacional para el calificado por ellos como “genocidio efectuado por Israel” en Gaza. En la Sorbona una cincuentena de estudiantes fue desalojada la semana pasada por la policía. Un par de diputados de “Francia Insumisa” estuvo presente desde el principio de la movilización.

Los movimientos estudiantiles se han querido comparar con los de hace cinco décadas en los cuales reclamaban su desacuerdo en contra de la guerra en Vietnam.

Sin embargo, la historia de censura y de refreno a la libertad de expresión en EEUU no es un asunto novedoso. A pesar de concebirse a sí misma y de querer convencer al mundo de ser la primera democracia y la tierra de la libertad, la censura y la cancelación han estado presentes desde su fundación. De hecho, la primera enmienda de la Constitución se debe entender como una reacción de grupos reaccionarios que buscaban el control de las comunicaciones.

Los pioneros que colonizaron América del Norte solían censurar libros que pudieran considerarse en contra de sus principios religiosos en una primera etapa. En una segunda, se arremetió en contra de obras y opúsculos antiesclavistas que incluso cancelaban la famosa obra “la cabaña del Tío Tom” de Harriet Beecher Stove en 1851. Para 1873 los libros que versaran sobre sexualidad o control de la natalidad eran considerados obscenos y / o inmorales. La cantidad de textos prohibidos en ese año en Boston hizo que algunos escritores buscaran su censura para poder vender sus ejemplares en el clandestinaje a partir de su “mala” fama. En el siglo XX se dirá que no hay nada como mala publicidad.

En los años 50 el comité encabezado por el senador McCarthy ejerció su papel de censor y de formador de buenas conciencias acabando con la vida de diversos intelectuales con el pretexto de que podría haber infiltrados del bloque soviético difundiendo ideas comunistas que ponían en peligro la democracia en América.

Recientemente, 45 de 50 estados de la Unión Americana han puesto en la lista negra a libros como “Como matar un ruiseñor”, “Huckleberry Finn” o “El guardián en el centeno” y en algunos lugares los bibliotecarios pueden enfrentar cárcel hasta por seis años si prestan alguna de estas obras a los solicitantes.

En 1969, algunos estudiantes ingresaban a la universidad con brazaletes negros en las manos como medio de protesta en contra de la guerra de Vietnam. En aquel entonces, en el caso Tinker vs Des Moines, la Suprema Corte de Justicia dictaminó que “ni los profesores ni los estudiantes pierden sus derechos constitucionales a la libertad de expresión en la puerta de la escuela”. Toda censura tiene atrás el fantasma del control totalitario que se erige como única autoridad con prelatura moral para determinar lo bueno y lo malo, lo que la gente puede y no saber, lo que puede y no hacer. El silencio es el principio del fin de la libertad. El silencio en la universidad, la casa del conocimiento, es el fin de la democracia y la ciudadanía.