Mario Barghomz
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La apariencia es la fisonomía del ser; aquello que es. Nuestro fenotipo es nuestra apariencia, nos dirá la ciencia. Etimológicamente; el término se deriva de “apparentia” que equivale a la “cualidad de lo que se muestra”.
En el mundo de los “fenómenos” de Kant, la apariencia de los objetos es lo que éstos son. Y aunque gramaticalmente el lenguaje español nos permita algunas variables del término; lo aparente será siempre aquello que parece ser o lo que posiblemente es. Tal es así que, guardar en este sentido la apariencia (o las apariencias como suele decirse) equivale a esconder la identidad, ocultarla, no ser lo que se es sino sólo aparentar ser.
Las patologías de la doble identidad o la identidad múltiple, muchas veces caen en este rol; siendo algo que no se es para asumir otra identidad. La apariencia como identidad del ser nos permite aquello que somos, no guardar nada, sino ser exactamente lo que somos; cómo nos vestimos, cómo hablamos, qué comemos, qué preferimos o cómo nos relacionamos.
Toda apariencia pertenece al mundo de lo sensible, de lo que puede verse o tocarse, olerse o escucharse de acuerdo a la realidad captada por los sentidos, es decir, al mundo de la realidad tangible, objetiva y racional. La Epistemología lo derivará como conocimiento.
Lo no aparente pertenece al mundo de lo “suprasensible” –dice Kant–, al pensamiento “nouménico” que contrario al “fenoménico” sólo se percibe o se piensa, como la idea (la pura idea) del alma o de Dios, de la libertad o la dignidad que como noúmenos no pertenecen al mundo de las cosas de este mundo, sino de lo trascendental más allá del mundo físico propio de los fenómenos.
En lo humano cuando la apariencia de una persona se distorsiona, se distorsiona su realidad; aparece la hipocresía y la mendacidad como aparente oportunidad de disfrazar la verdad. ¿Pero hasta qué punto el taimado y mendaz pueden ocultar la verdad para ser o aparentar ser lo que no son? El engaño, la mentira y la hipocresía pertenecen asimismo al mundo oscuro de la persona humana, al mundo de un pensamiento falaz y perverso. ¡Al mal!
Cuidar nuestra identidad (nuestra imagen) es cuidar de nosotros mismos. Debemos actuar de tal manera -dice Kant- que nuestra buena voluntad sea un imperativo (imperativo categórico) para que todo esté bien con nosotros, pero también y a la vez, con el resto de la humanidad.
La apariencia lo es todo a la hora de ser, independientemente de todas aquellas variables y cambios que se presenten o nosotros mismos promovamos ante el resto del mundo de los fenómenos. De tal manera que un árbol será siempre un árbol, aunque los cambios de estación nos hagan verlo diferente en primavera o en invierno, el mar será siempre el mar con o sin marea, por la mañana o por la tarde, el cielo será siempre el cielo, aunque llueva o esté nublado, sea de día o sea de noche, y un hombre será siempre un hombre aún si es blanco o moreno, bajo o alto, viva en Europa en Asia o en América.
Es el “razonamiento puro” en la filosofía de Kant lo que nos permite entender aquello que hay detrás de los fenómenos, aquello que se refiere exclusivamente al pensamiento o la idea metafísica de las causas. Pero siendo la identidad más un fenómeno que un noúmeno dentro del actuar mismo de nuestra vida, de lo cotidiano de nuestra practicidad, del día a día ante el que no nos ocultamos, sino que somos tal cual queremos; ésta conlleva un deber y una responsabilidad: la responsabilidad y el deber de ser sin ocultar nuestra apariencia.
Como identidad la apariencia nos presenta ante el mundo natural y la humanidad sin guardar ninguna reserva, ni nada que pueda disfrazar (en lo bueno y natural) nuestra propia razón de ser, nuestra verdad (el ser auténtico) y nuestro propio conocimiento de ella.