Carlos Hornelas
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Tanto Líbano como Hezbolá han culpado a Israel de uno de los ataques más sofisticados de los últimos tiempos. Como salido de una novela de intriga internacional, al más puro estilo de Ken Follet, el 17 de septiembre en diversas locaciones, alrededor de las tres de la tarde, los dispositivos de comunicación conocidos como beepers o pagers, de supuestos integrantes de Hezbolá, explotaron simultáneamente, dejando un saldo de, al menos, 12 muertos y 3,000 heridos.
Los beepers o pagers son pequeños radiolocalizadores que se usaron mucho durante los años noventa del siglo pasado. Antes de la llegada de los teléfonos inteligentes existían servicios de radio-operadores que hacían llegar mensajes de texto a quienes suscribían ese exclusivo servicio de comunicación inmediata como médicos, abogados o agentes de seguros.
A partir de las extensas y profundas capacidades de la inteligencia israelí para realizar labores de vigilancia ocupando tecnología digital de vanguardia, algunos grupos hostiles habrían migrado a tecnologías análogas o incluso métodos de espionaje, intercambio y comunicación anteriores a la era de internet, a fin de esquivar el rastreo de sus enemigos.
Al inicio del conflicto bélico, Hezbolá aconsejó a sus miembros dejar de usar sus teléfonos celulares para no ser geolocalizados a través de dispositivos inteligentes digitales, no obstante, a pesar de usar esta vieja tecnología, la trazabilidad lograda a través de estos instrumentos resultó en una operación sumamente precisa.
En todo caso y más allá del plano de las agresiones entre ambos frentes, lo que nos deja claro este acontecimiento es la capacidad de uso de las tecnologías de la información para la selección, rastreo y ejecución de objetivos específicos a manos de quien detente dichos medios.
Uno no puede salir del asombro de cómo se ha llevado a cabo esta operación, pero en un escenario más lúgubre, uno tampoco puede dejar de imaginar que dicha tecnología termine en manos de criminales, quienes a su antojo pudieran exterminar a sus oponentes: fiscales, testigos, jueces, agentes. O en otro ejercicio, suponer qué podría pasar si un gobierno represor tuviera en sus manos ese poder.
¿Hasta dónde vivimos en un mundo en el cual podemos ser fácilmente identificables, transparentes, a partir del uso cotidiano de las tecnologías de la información? ¿Es posible sostener en esta época la privacidad como un derecho humano y fundamental?
No es la novela de Orwell, en la cual hay una pantalla para cada hogar y ciudadano y un Gran Hermano vigilando nuestros movimientos. En la actualidad tenemos muchos pequeños hermanos que nos observan en múltiples y móviles pantallas que llevamos donde sea.