Salvador Castell-González
La COP 16 sobre biodiversidad, celebrada en Cali, Colombia, reunió a líderes mundiales en una cumbre marcada por la urgencia de preservar la biodiversidad. Con la devastación de los ecosistemas a niveles alarmantes, la COP 16 representaba una gran oportunidad para establecer compromisos reales y convertirlos en acciones concretas.
Hubo avances en acuerdos y colaboraciones, pero la cumbre evidenció las barreras y limitaciones que dificultan la implementación de verdaderas soluciones de impacto global. Uno de los aspectos positivos fue el reconocimiento de la biodiversidad como un pilar esencial para la resiliencia climática y la seguridad alimentaria. Las propuestas para proteger al menos el 30% de las áreas terrestres y marinas para 2030 refuerzan el compromiso de los países en la conservación de hábitats críticos, una extensión del acuerdo de Aichi, que tampoco se logró cumplir.
El reconocimiento del rol vital de las comunidades indígenas y locales en la gestión de los recursos naturales representa un avance en la narrativa de conservación, que tradicionalmente ha excluido a los actores más directamente afectados. Sin embargo, la falta de compromisos financieros concretos que respalden estas propuestas sigue siendo un problema. La promesa de financiamiento para los países en desarrollo, que albergan gran parte de la biodiversidad mundial, se quedó corta y no se establecieron estrategias claras para asegurar su disponibilidad ni plazos específicos para su desembolso.
Sin el respaldo económico necesario, la protección de áreas naturales se convierte en un objetivo idealista y difícil de cumplir para los países en vías de desarrollo, que dependen de estos recursos para su economía y subsistencia. Además, la COP 16 evidenció la brecha entre el sur global y los países ricos, donde las naciones desarrolladas siguen negándose a compensar el impacto ambiental que han generado. Los países más desarrollados, responsables de gran parte de la degradación de ecosistemas a nivel global, aún evaden la rendición de cuentas sobre su deuda ambiental, proponiendo en cambio medidas de conservación que muchas veces ignoran las realidades locales de los países en desarrollo.
En conclusión, la COP 16 de Biodiversidad en Cali fue un espacio de diálogo y reflexión necesarios, pero se quedó corta en la traducción de sus ideales en compromisos viables y financiables. Los acuerdos alcanzados, aunque prometedores, corren el riesgo de quedar en letra muerta si no se acompañan de una voluntad política real y de un esquema de financiamiento justo. La crisis de biodiversidad exige una acción inmediata y decidida, no solo de palabras sino de acciones contundentes. La comunidad internacional debe entender que los recursos naturales no pueden seguir siendo la moneda de cambio de una economía global insostenible. La COP 16 será recordada como un hito solo si se logran avances reales en el terreno, más allá de las promesas y el simbolismo de la cumbre.