SOFÍA MORÁN
En estos días, días, mientras los campos de México se llenan no solo de siembras, sino también de voces que claman por precios justos, no puedo evitar pensar en las manos que sostienen nuestra comida. Las protestas de agricultores en al menos 18 estados, exigiendo un precio digno por el maíz y el sorgo, no son solo un reclamo económico. Son un síntoma de un sistema agroalimentario que, aunque vital, está en crisis. Y en el centro de esa crisis están las juventudes.
Esta situación coincidió con el lanzamiento regional del informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura sobre la situación de los jóvenes en los sistemas agroalimentarios. Durante el evento, una frase resonó con fuerza: “Los jóvenes necesitan los sistemas agroalimentarios; y los sistemas agroalimentarios necesitan a los jóvenes. Los sistemas agroalimentarios son la principal fuente de sustento en los países de ingresos bajos, donde un gran porcentaje de los jóvenes del medio rural trabaja en la agricultura”. No se trata solo de un dato. Es una realidad que vivimos aquí, en México, donde el campo sigue siendo columna vertebral de nuestra economía y nuestra identidad.
Pero esa columna está fracturada. Los jóvenes rurales enfrentan obstáculos profundos: acceso limitado a la tierra, educación de calidad que no llega, financiamiento escaso y una brecha digital que, aunque se reduce, aún excluye a muchos. Según el informe, a nivel global, el 44% de los jóvenes trabajan en sistemas agroalimentarios, pero lo hacen en condiciones de precariedad, especialmente las mujeres. En México, eso se traduce en migración, en desesperanza y en la dificultad de ver un futuro mejor.
Y hay otro factor que nos atraviesa de manera particular: el cambio climático. Nosotras, las juventudes, nacimos en un planeta en crisis. No lo heredamos; lo habitamos desde el principio. Y el sector agroalimentario es uno de los más golpeados. A nivel global, 395 millones de jóvenes rurales viven en zonas donde se espera que la productividad agrícola disminuya por el clima. En México, eso significa sequías más largas, lluvias impredecibles y suelos que se agotan. Significa que quienes producen nuestro alimento están librando una batalla contra un enemigo que no eligieron.
Pero también hay esperanza. Los jóvenes estamos más conectados que nunca, somos creativos y estamos buscando formas de innovar desde lo local. La tecnología, bien utilizada, puede ser una aliada para acceder a mercados, financiamiento, capacitación y redes de apoyo. No se trata de renunciar al campo, sino de transformarlo. De hacerlo más justo, más sostenible y más digno.
Las protestas de los agricultores mexicanos no son aisladas. Son parte de un grito global por sistemas alimentarios que valoren a quienes los sostienen. Y nosotras, las juventudes, debemos estar en ese diálogo. Porque de lo que se siembre hoy, dependerá el mañana.




