Mario Barghomz
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Sin duda y como escribió Ernest Henley; somos los amos y dueños de nuestro destino, y lo que ocurra con él será sólo el producto de la suma de nuestras propias decisiones, de nuestra absoluta libertad -diría Sartre. Así (con suerte o sin ella); el destino es todo aquello que nunca dejará de sucedernos. Y que nos suceda bien, sólo dependerá de nosotros.
Cambiar un solo minuto de lo que hemos sido o hemos hecho en el pasado, invalidaría nuestro presente. Si la vida presente no nos gusta, sobre todo aquello que lamentamos y nos hizo desdichados, de poco o nada sirve ahora que deseemos haya sido de otra manera.
Nuestro destino comienza desde que el óvulo de mamá recibió al espermatozoide de papá; así toda madre fue fecundada de acuerdo a su propia naturaleza intrínseca. Pero ni a ella ni a nuestro padre se nos permitió elegirlos. Y con ello comenzó un destino que con un principio fuera de nuestras manos, poco a poco se nos fue revelando.
Si nos quisieron bien o no, si fuimos lo suficientemente abrazados y acompañados, atendidos, educados y bien alimentados; como niños nunca pudimos hacer más que disfrutar o esperar, llorar o desear, aprovechar, eso sí, cada minuto de juego, atención o compañía de nuestros padres.
La adolescencia tampoco nunca estuvo en nuestras manos, más que aquello que uno mismo se ganaba obedeciendo o rebelándose. La neurociencia dice que en esta etapa hasta el mismo cerebro se encoge en la tarea natural de un sistema nervioso que en su proceso mismo de desarrollo y crecimiento, decide hacer limpieza (vaciarse) y desconectarse. De ahí que la adolescencia sea sólo bastante emocional y reactiva, poco consciente y racional.
Adueñarnos luego de aquello que a nosotros mismo corresponde, dejando atrás la generación inmediata de nuestros padres, será deber y responsabilidad -como argumenta Kant- de cada uno. La vida es un proyecto y una tarea donde no faltará el dolor y la tragedia como anota Nietzsche en uno de sus mejores postulados: “amor fati”, que literalmente hace referencia al amor por el destino (de ahí este artículo), sea este bueno, malo o miserable. En la vida -dice Nietzsche, nadie está exento de dolor y sufrimiento. Pero el dolor (también dice Nietzsche) si no nos mata nos fortalece.
Y “cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él”, apunta Sartre. En nuestras manos está que la vida (la nuestra) vaya bien o vaya mal. Aunque también -dice Epicteto- hay cosas que no estén siempre en nuestras manos resolver. Pero en este sentido; será nuestra misma inteligencia quien mire la diferencia entre aquello posible y lo que no lo es.
Amar nuestro destino es amar de alguna manera nuestro tiempo presente, asumir que nacimos para hacer ciertas cosas y no otras, para ser lo que somos, para vivir lo que vivimos, para tener o no lo que tenemos. Pero quizá no sea tanto dejar que las cosas simplemente sucedan, sino atender, entender y reaccionar a la misma idea de sufrir o gozar con un acontecimiento o una situación de vida.
Pero qué cambiaríamos si pudiéramos hacerlo. Hablamos naturalmente del pasado o de un presente donde podamos movernos de otra manera. El futuro es una incógnita. Como dije; cambiar sólo un minuto de lo que hicimos o hacemos, implicaría no ser lo que ahora somos (bueno y malo) o no estar donde estamos. No se trata de escoger qué cambiar o no de un destino adverso, sino cómo asumir las consecuencias de aquello que fuimos o no hicimos, para que ahora las cosas sean de otra manera.
Pero por qué desearlas -dice Nietzsche-; “…la grandeza de un hombre -escribe- es no querer que nada sea distinto, ni en el pasado ni en el futuro, ni por toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y tampoco disimularlo…, sino amarlo”.