Apuntes en torno a escritores malacopa

Alejandro Fitzmaurice

 

En las ilustraciones de los libros los vemos muy seriecitos, con cara de yo no rompo un plato, y apenas termine este carnal con su dibujito, me voy a casa que mi mujer hizo chocolate.

Pero en honor a su bien ganada reputación de borrachos, hay que decir que Allan Poe, Baudelaire, Li Po, Jack Kerouac, Scott Fitzgerald, y hasta el cursi Rubén Darío, vivían para empinar el codo hasta perder de vista el piso. Si no lo perdían, escribían locuras geniales.

A fin de cuentas, Shakespeare dijo que el alcohol sólo estorbaba a la hora de la verdad frente a una mujer, pero nunca, que yo sepa, teorizó sobre alcohol y literatura.

Quizá por eso hay buenos escritores que si no encuentran a la musa en el escritorio, van a buscarla a la cantina para llevársela del pelo de vuelta a casa y ponerse a trabajar.

Esteban Sanjuán es de la estirpe de los primeros. En México, varias veces llegó al departamento consternado porque no se le ocurría nada. Era entonces cuando cargaba con cuanto envase de caguama encontrara a su paso. “Pensé que te urgía terminar el artículo” —le decía— “A eso voy al expendio” —contestaba.

Pero ése es un caso perdido que, aunque dice amar el jazz, termina bailando cumbias con tres cervezas en la panza.

Bukowski

Tendría que haber empezado con él. De hecho, si uno escribe en Google “escritor y alcohol” y le pica a la pestaña de imágenes, aparece en la segunda foto, empinándose una botella en medio de lo que parece ser un debate muy intelectual que mandó muy al carajo. Ése es Charles Bukowski: un borracho que también vomita belleza.

La pasó mal la mayor parte de su vida, entre otras cosas, por su papá con vocación de boxeador, y su acné, que le dejó la cara hecha un cráter. Era un hombre sensible, pero también podía ser un depravado. Si no, acuérdense de la deliciosamente asquerosa descripción de la colegiala a la cual mira desde un baño público con las manos inquietas. Su honestidad era brutal y jamás se tomó la molestia de ocultarles secretos a sus lectores. Donde otros hubiesen sentido vergüenza, él se alzaba la bata de baño.

Todo esto quizá pasó por al alcohol, que siempre estuvo a su lado, fungiendo de Caronte para acceder a sus más profundos infiernos. Esto es algo que explica la extraordinaria bloguera Jacinta Escudos: algunas drogas, como el alcohol, permiten abrir candados mentales que, sobrios, no hubiésemos volteado a ver.

Luego entonces, habría que agradecerle a Bukowski, por lo menos parcialmente, que le entrara parejo y profundo a la cerveza, al tequila y al ron, líquidos santos que facilitaron la creación de sus novelas, cuentos y poemas: legiones de ángeles con garrapatas,  miss universos pidiendo aventón con el escote hasta abajo,  rosales que crecen, frescos y hermosos, en las aguas de una fosa séptica.

Límites

A pesar de lo antes dicho, no todos los creadores comparten la idea de que las musas estén esperando quietecitas, en el fondo de la botella, al escritor de sus sueños para que se las lleve a bailar a la pista de una hoja en blanco.

De hecho, para muchos, el alcohol ha significado un retiro involuntario. Nos guste o no, todo tiene un límite.

Alejandra Soto del Toro, de la extraordinaria revista Diez4, consigna que la producción literaria de Scott Fitzgerald y William Faulkner decayó cuando ya no pudieron bajarle a las intoxicadas que se ponían con cerveza y whisky de centeno respectivamente.

A Rulfo, el enorme narrador mexicano, le pasó lo mismo: le tupió al alcohol y a la escritura al mismo tiempo hasta que el primero le ganó a la segunda. Después de “Pedro Páramo” y “El llano en llamas”, dejó de escribir y se la pasó años vacilando a periodistas con una segunda novela que nunca quiso (o pudo) terminar.

Éstos y otros ejemplos comprueban que el alcohol cobra facturas, y que después de muchas noches de buena prosa, las musas de las botellas se las cobran a la mala, cosiendo los labios de los que vomitan palabras con sus dedos de aguja.

Es entonces cuando el escritor despierta, muerto aunque esté vivo, entendiendo que ya pasó su funeral literario y que su máquina de escribir huele a cementerio.

A lo mejor, en ese momento, abre otra botella. Pero esta vez sabe muy bien que, en la pista de la hoja en blanco, se la va a pasar bailando solo.

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