Carlos Hornelas
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Esta semana, el presidente Andrés Manuel López Obrador, ha incrementado su nivel de hostilidad contra quienes percibe como sus adversarios. Mientras en el resto del universo conocido y civilizado se piensa que un principio básico en la democracia es que el Estado ampare y proteja la libertad de expresión como el derecho humano universal establecido en instrumentos internacionales y nacionales, en México, el presidente de “todos los mexicanos” utiliza los recursos del Estado para arremeter contra ciudadanos a quienes no les tolera el disenso y a quienes recientemente ha calificado como “traidores a la patria”.
El presidente de la “República Amorosa”, quien quiere solucionar el problema de la seguridad con “abrazos no balazos” y se dice seguidor de Jesús, ha aumentado tanto el número de insultos como el desdén y la vehemencia con las que los dispendia a diestra y siniestra.
Siete días se ha tomado para insultar y el octavo lo ha dedicado al descanso de las baterías, con una estadía en Chiapas que pasó inadvertida por todos, aunque era su cumpleaños 69.
El lunes 7 de noviembre calificó a quienes fueron a la llamada marcha “Yo defiendo al INE” como racistas, rateros, deshonestos, hipócritas, corruptos y clasistas. Palabras que en la boca de un representante del Estado y quien tiene la representación del pueblo mexicano, suenan a los rasgos de un mandatario autoritario.
Estos insultos a personas del pueblo que representa (no se ha dicho que en la marcha los extranjeros u otras potencias hayan traído manifestantes) le da a su gobierno un sesgo que divide a la población entre quienes pueden manifestarse y quienes no. Increpa a sus propios gobernados y eso suena a intimidación.
Es penoso y vergonzante que utilice la tribuna como púlpito personal para denigrar al poder ejecutivo, a la investidura presidencial y a la democracia con sus declaraciones, solo para constatar que el nivel de sus intervenciones dista mucho de la elocuencia de quien quiere ser recordado como un estadista, artífice de la “cuarta transformación” de México.
Ha calificado a otro poder, a la Suprema Corte de Justicia de la Nación como “antidemocrática” por haber desestimado su reforma electoral por anticonstitucional. A esto ha respondido acusando a los ministros de violar la Constitución por ganar más que el presidente.
Lorenzo Córdova y Ciro Murayama presentaron un libro titulado “La democracia no se toca”, en un acto legítimo de libertad de expresión como cualquier otro ciudadano. La periodista Carmen Aristegui estuvo en la presentación. En ningún caso se trata de un acto de personajes militantes de ninguna fuerza política o partido alguno. No obstante, el presidente se sintió de alguna forma ofendido o aludido y en una mañanera arremetió en su contra señalándolos como adversarios políticos.
Ser crítico de un gobierno o publicar textos que puedan disentir de la administración en turno no es ser un adversario político. Ante esta delicadeza e irritabilidad terminará como Diaz Ordaz, tratando de controlar los cartones que los moneros publican por insultar la efigie y la investidura del gobernante y constituyendo una afrenta a su posición política. Eso es francamente ridículo.
El problema mayor de que el nivel de discusión establezca ese nuevo rasero tan bajo, lleno de epítetos y descalificaciones, es que la situación escale y al haber rebasado los límites del insulto falaz y soez, solo quede el confrontamiento físico.
En la antesala de un proceso electoral el combustible para una conflagración está totalmente a la mano y los resultados pueden ser muy lamentables.