Sólo quedará un sobreviviente político del enfrentamiento que se dará esta semana entre la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) y el secretario de Educación Pública, Aurelio Nuño.
Dentro de unos días, alguno de los dos ejecutará su canto de cisne y quedará anulado, sin credibilidad.
Es la CNTE la que ha emplazado a la SEP a colocarse en el terreno para la batalla final.
La aprobación de la Reforma Educativa —que quitó el control de la nómina magisterial a los estados e hizo obligatoria la evaluación de los profesores para aspirar a tener y mantener plazas— puso a la Coordinadora ante la disyuntiva de reunir lo que le queda de fuerza y lanzarse en una desbocada ofensiva contra lo que ya es ley o fenecer de una muerte lenta.
Desde la semana pasada, la SEP advirtió a la CNTE que su amenaza de paro nacional colocaba a sus integrantes ante el riesgo de hacerse acreedores a las sanciones contempladas por la Reforma: descuentos por cada día que falten al trabajo y despido en caso de ausencias acumuladas.
La apuesta de la CNTE no es muy distinta de la que ha hecho históricamente: si no puede vencer por la fuerza de la razón, hacerlo por la vía del número de profesores que es capaz de movilizar.
En pocas palabras, la CNTE está retando a la SEP a despedir no a un puñado de maestros, como ha hecho hasta ahora —sobre todo por no presentarse al examen de evaluación—, sino a los miles que la Coordinadora consiga movilizar.
¿Qué quiere la CNTE? Volver el reloj atrás a los tiempos en que podía torcer el brazo a las autoridades para imponerle el reconocimiento de plazas, mayores salarios para sus miembros y dinero para la organización, sin que los resultados en el aula fuesen parte de la negociación.
Hay que decirlo con claridad: la Coordinadora no está de acuerdo con una reforma legal que fue aprobada por los canales previstos por la Constitución, y contra la cual sus impugnadores recurrieron al Poder Judicial, pero fueron derrotados.
No olvidemos que la Suprema Corte de Justicia falló que es constitucional exigir una evaluación a los maestros y despedir a quienes se rehúsen a presentarla. Y no sólo eso: que los derechos laborales de los maestros están por debajo de los derechos de los niños a recibir educación.
Eso dejó a la CNTE sin otro recurso que movilizarse a la antigüita.
Ayer, Día del Maestro, la disidencia magisterial realizó la primera escaramuza de lo que, espera, será una gran batalla para tratar de tumbar la Reforma Educativa o, al menos, para evitar que las nuevas reglas sean aplicadas a sus integrantes.
De acuerdo con cifras de la Policía capitalina, unos tres mil maestros marcharon de las inmediaciones de la estación San Cosme, de la Línea 2 del Metro, a la Secretaría de Gobernación.
Probablemente el contingente magisterial será reforzado en los próximos días, pero la marcha del domingo se quedó por debajo del anuncio de la CNTE de que serían movilizados 11 mil profesores en la capital del país, además de aquellos que participen en las protestas en Michoacán, Guerrero, Oaxaca y Chiapas, los estados donde mayor fuerza tiene.
Sin embargo, mal haría el gobierno federal —y, en especial, la SEP— en considerar que la falta de músculo mostrada ayer implica la derrota de la CNTE.
En efecto, esta batalla apenas comienza. En su lucha, la Coordinadora seguramente recibirá el apoyo de otras fuerzas contestatarias. Ya tiene el de la minoría estudiantil que mantiene cerrados varios planteles del Politécnico y tendrá otros.
Luego vendrá el mayor reto de todos: despedir de golpe a varios miles de maestros que acumulen tres faltas en el mes.
Que no quepa duda: el secretario Aurelio Nuño estará jugándose en los próximos días su futuro político, pues de él dependerá, en primera instancia, que la SEP aplique lo que dice la ley.
Por eso digo que esta batalla, este todo o nada que ha impulsado la CNTE, no puede terminar en tablas y dejará un solo ganador y un solo perdedor.
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