Columna | Un mal lector

Por Jhonny Eyder Euán

Eduardo se llama el señor de bella voz que conocí hace unas semanas y que se extravío por un tiempo en lo que él llamó una suerte no deseada.

Oriundo de la Ciudad de la Eterna Primavera, se cruzó por mi camino cuando disfrutaba un boli de coco, y entonces conocí su peculiar caso. Andaba por la calle a pie porque tenía prohibido conducir un auto, quise saber el motivo de ese impedimento y le presté atención por unos minutos.

Me contó que había cometido un delito—nunca dijo qué hizo exactamente—por el cual las autoridades lo condenaron a un año de servicio comunitario, que consistía en ir a casas de adultos mayores, enfermos o jubilados, para leerles en voz alta. Eduardo caminaba por la ciudad con su maletín lleno de libros y visitaba a determinadas personas para una sesión de lectura. Los oyentes siempre podían elegir una novela, cuentos o algo de poesía. Incluso, con que Eduardo les leyera un periódico era más que suficiente.

El castigo se me hizo interesante, pero para él era algo cualquiera. No es que no haya estado comprometido con la tarea, sino que lo hacía por cumplir, basta decir que cuando leía no prestaba atención. Si le preguntabas sobre lo que leyó, él no podía decir casi nada porque no “sentía” las palabras, sólo hojeaba, veía y pronunciaba.

Pese a leer sin entender nada, Eduardo destacaba en su labor porque la vida le dio un don: una magnífica voz que enamoraba al oído con tan sólo hablar, y, además, el señor sabía expresarse en voz alta pues tenía una perfecta dicción.
La obligada misión diaria le hizo conocer a muchos adultos mayores, pero varios de ellos le criticaban su falta de compromiso; le reprochaban que desperdicie su talento como lector y que los visite con los ojos más atentos al reloj que a las palabras.

El boli se me había acabado cuando me citó unas de las tantas quejas recibidas: “Usted no se fija en lo que lee, me he dado cuenta… Usted viene a nuestra casa, se sienta en el sillón, abre su portafolio, saca el libro y lee con su magnífica voz sin entender nada, como si no mereciéramos su atención”.

Su caso me intrigó y pacté volver a verlo porque dijo tener más cosas que contar, desde el tedio de su vida, su relación con la familia hasta todo lo que implicaba su servicio comunitario.

Así era Eduardo, el señor que conocí gracias a la imaginación del escritor Fabio Morábito, quien en una novela nos detalló la historia de El lector a domicilio.

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